Jueves Santo. Eucaristía. Final de la Cuaresma. Gozo y dolor de un tiempo especial para nosotros. El Santísimo Sacramento nos espera en los altares. La Gloria de Dios hecho presente se muestra en ese milagro que con la Resurrección, nos trae plenitud de esperanzas.

Así es la vida, cuanto más querríamos festejar una fecha única en la fe, nuestros corazones se muestran abatidos por el dolor, por la amargura, por el miedo ante la incertidumbre del mal que nos asola.

Pero nuestra alma es inmortal y nuestro cuerpo frágil quiere llenarse de la confianza en un nuevo tiempo donde la alegría nos llene de luz. Estamos viviendo la Cuaresma más dura y triste que podíamos imaginar, pero nuestro espíritu aspira a llenarse de ese milagro que es el Domingo de Resurrección, cuando las campanas anuncien que Cristo ha vencido a la muerte.

Jueves Santo sin procesiones tradicionales, sin acordes musicales llenos de armonía y devoción, sin templos abarrotados de fieles en el amor litúrgico de unos Santos Oficios, sin la maravilla de una Virgen meciéndose en un paso bamboleante de flores, donde nuestras oraciones se acompañan en el pausado balanceo de unos varales que mantienen el techo de los palios.

Señor Jesús, has querido probarnos en nuestros olvidos de tu poder, de tu presencia, de tu ley, pero confiamos en Ti, porque tu misericordia es infinita, tu Amor constante y tu mano sobre nuestro hombro nos ayuda a resistir y a caminar en las tinieblas.

Quienes desde nuestra niñez aprendimos a caminar en la senda de nuestras devociones, hoy nos encontramos vacíos y perdidos, sin poder caminar en las filas penitenciales de nuestras hermandades y cofradías. Pero la luz del cirio, invisible, sigue alumbrando nuestra alma.

El drama del coronavirus nos ha hundido en la tristeza, el dolor y la incertidumbre de lo desconocido. Él nos ha hecho caer de rodillas y comprender la insignificancia de lo que somos, el barro que Tú nos formaste, Señor, es lodo de miedo y angustia, en el temor de la muerte.

Pero hoy, Señor, es Tu gran día, es Jueves Santo, Día del Amor eterno, porque hoy estás con nosotros presente en la Eucaristía, en los altares adornados con nuestras oraciones e intenciones.

Como Tú dijiste en días de zozobras, también hoy, en la pandemia, repetimos: Padre mío, haz pasar de mi este cáliz de amargura terrena.

Gloria y dolor de Cristo en la ciudad abierta en flor, sobre el haz marino, en tu sonrisa se ofrece el pan y en vino se torna su azulada claridad.

Señor de la Vida, ¡Sálvanos! Y que tu infinita misericordia aparte de nosotros este cáliz de dolor y muerte en esta epidemia tan temida. Así sea.

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