Tras la falsificación documental del título de Cristina Cifuentes en la Universidad Rey Juan Carlos están bajo sospecha otros políticos que han adornado sus currículos académicos con carrera que nunca cursaron o charla de hotel convertida en máster por Harvard. No es nueva esta práctica. Celia Villalobos cuando llegó al Parlamento Europeo en 1994, con el desahogo que la caracteriza, se inventó un título en su biografía y se quitó un año. Copio de la segunda edición publicada por la División Central de Prensa del Parlamento: "(Málaga, 1950). Economista. Experta en asuntos sociales y de empleo". Con esos méritos la nombraron presidenta de una Comisión temporal sobre el Empleo. Aquella ficha se tradujo a las nueve lenguas comunitarias de entonces.

Pero el affaire Cifuentes no sólo mancha a los políticos. Habría que revisar los límites de la autonomía universitaria y el escaso control que ejerce la sociedad sobre estas instituciones públicas. Si hemos llegado hasta aquí es porque la endogamia y los reinos de taifas forman parte de una cultura corporativa tolerada hasta ahora. Tenemos excelentes investigadores, con proyectos de prestigio internacional, que registran patentes muy celebradas. Y tenemos profesores con vocación por crear ciencia nueva y enseñarla a sus alumnos. Pero junto a ellos conviven personajes y estructuras que dejan mucho que desear. Y no existe un régimen eficaz de vigilancia que sancione a los deficientes o recompense a los mejores.

Encima hay una especie de ley del silencio con la que se pasan por alto desafueros: méritos ficticios en las acreditaciones que se envían a la Aneca, convocatorias de plazas para personas concretas a las que nadie osa desafiar; trabajos que se piden a alumnos de doctorado a cambio de créditos, que nada tienen que ver con sus tesis, pero sí con libros que preparan sus profesores; peleas en los departamentos para ver quién da menos clases, enchufes de familiares de rectoras o vicerrectores en las fundaciones de sus universidades. Y más cosas que sólo se cuentan sotto voce; no hay inspecciones suficientes para aflorarlas. Los consejos sociales deberían tener muchas más atribuciones, incluso ejecutivas. Al rector plagiador de la URJC, descalificado por la comunidad universitaria, no hubo manera de echarlo. Convocó elecciones y designó a su sucesor.

Un nuevo rector que el primer día del escándalo de Cifuentes dijo que había hablado personalmente con las tres profesoras que firmaban el acta falsificada y las tres le habían asegurado que la presidenta había defendido su trabajo de fin de máster con notable. Las interesadas lo han desmentido. Pero esta semana el presidente de la CRUE ha dicho que el rector sólo "se precipitó", y sin embargo que Cifuentes debe dimitir. La autonomía universitaria por encima del rigor. Lo que ha ocurrido en la URJC es un síntoma de un descontrol más grave y general. Habría que levantar la omertà.

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