Olas de democracia

Creer en la democracia tiene mucho de "acto de fe"

Desde que en 1996 el conocido politólogo estadounidense publicara su obra Waves of Democracy, la imagen mental de la Historia y la Política como un oleaje me anda rebotando en la cabeza y choca en mi cerebro como en un acantilado. Pienso que quizás no haya mejor metáfora que la de las olas para representar algo que fluye continuamente, que avanza y retrocede en una secuencia sin fin, que está en constante cambio y que, al mismo tiempo, mantiene su estructura molecular; algo que, unas veces de manera imperceptible y otras violentamente, termina ganando terreno y transformando la realidad que le rodea y que contiene.

Afirma Markoff que así se comporta la democracia. Y sus argumentos me convencen. La democracia está muy lejos de ser, como algunos aún creen, ese sistema político perfecto que los humanos somos incapaces de manejar con perfección: esto ya se ha dicho repetidas veces, desde Solón a Churchill, pasando por el Maquiavelo de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Harrington o Montesquieu. La democracia no es tampoco -o, al menos, no lo es solamente- un conjunto predefinido de instituciones, marcos legales, pautas y modos políticos. La democracia es, ante todo, una forma de convivencia basada en la tolerancia y el pluralismo que tiende esencialmente a su permanente reinvención y que, a golpe de oleada, agitada por los movimientos sociales de cada época y generación, avanza hacia nuevas conquistas en derechos y deberes. Nunca está acabada.

Al igual que el oleaje es generado por el viento, la democracia está impulsada por el aliento constante que le insuflan la filosofía, el humanismo y la economía (en el sentido más griego posible: la administración del oikos) y por lo que de ella demandan las personas. Cabe pensar que una democracia que careciera de este impulso, de este espíritu y de este movimiento permanente sería, por encima de cualquier otra estimación, un sistema político finiquitado y muerto. Tan nefasto es considerarla inútil como considerarla culminada, pues este último extremo nos pone en brazos de la desesperanza y al borde de un abismo similar al ya aventurado por Francis Fukuyama cuando, a comienzos de los noventa, nos hablaba del "fin de la Historia".

Llegados a este punto, lo cierto es que creer en la democracia tiene mucho de "acto de fe" y de profesión quasi religiosa, de apuesta por una tierra prometida que no sabemos ni cómo será ni en qué consistirá. A algunos les dará seguridad y sosiego pensar que ya hemos alcanzado una democracia plena; otros sentirán terror al no saber adónde nos conducirá su oleaje; finalmente, otros disfrutarán del riesgo surfeando sobre la cresta más alta.

Busquen su sitio entre las olas y asuman que, a estas alturas, es normal que estemos todos un poco mareados.

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