Ansia viva

Óscar Lezameta

olezameta@huelvainformacion.es

Nacionalismo económico

El pensar que uno es más porque tiene más es una de las formas más ridículas de transitar por este mundo

En este mismo agujero en el que varios hacemos terapia, la rectora de la Universidad de Huelva escribía hace poco acerca de los caprichos que el destino nos tiene reservado en cuanto a nuestro lugar de nacimiento. María Antonia Peña recordaba su experiencia personal que se resumía en los apenas catorce kilómetros que separaban su La Línea natal del norte de África. Esa distancia marca una vida y, lo que es peor, puede significar una muerte. No es tan grande como para espantar la miseria, el hambre y las ganas de tener un futuro digno de ese nombre. Miles de cadáveres alfombran sus fondos, miles de seres humanos se han dejado la vida en el intento por lograrlo ante una pasiva sociedad que olvida lo que fue no hace demasiado tiempo. El rechazo a lo distinto, a lo diferente, la agitación al miedo hace el resto.

Hay otro mucho peor todavía y es el odio a la pobreza. Aporofobia fue la palabra del año del Diccionario de la Real Academia. No importó demasiado; fue sustituida por otra y olvidamos su significado. El pensar que uno tiene más derechos que otro, que es mejor porque nacieron en un lugar, es de necios; el pensar que lo es porque tiene más dinero que otros, repugna.

Nos pasa más a menudo de lo que creemos. Miramos por encima del hombro a quien tiene lo justo para transitar por la vida, a quien vive en un lugar peor dotado de servicios (cualquiera que se aleje del centro de cualquier ciudad), a quien lucha a diario no por llegar a fin de mes, sino para que no se lo coma a mitad de camino; llamamos estilo al clasismo y nos molesta que vengan quienes hemos decidido que no lo tienen a estropear nuestra visión del paraíso perfecto. Lo de que somos iguales, ya si eso. Nadie es por lo que tiene, por mucho que tenga.

Cuando apenas cumplí los 18, fui al Gran Premio de Fórmula uno de Jerez. Hice un inolvidable viaje desde Bilbao con mis primos Jon e Iñigo y mi hermano en un Ford Fiesta con más años que el número de su matrícula. Azul oscuro con una ese en el lateral que nos hacía sentirnos como si condujéramos el Gran Torino de Starsky y Hutch. Vestíamos unos pantalones vaqueros que lo fueron en su momento y que fueron víctimas de nuestras tijeras, adelantándonos a la moda de 40 años después. Fuimos a una de esas urbanizaciones de lujo que sólo habíamos visto en la tele. Las miradas que nos echaron alguno de sus ocupantes no se me olvidarán nunca. Las risas tampoco. Pero no las suyas, porque al final, quienes más nos reímos fuimos nosotros.

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