Monticello

Víctor J. Vázquez

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Mondeño

Fue torero, fraile y condujo durante años su Rolls Royce por las calles de París. Halló su razón vital

Quiso Ortega y Gasset dedicar una gran obra a explicar filosóficamente el significado de la tauromaquia. Aquella fue una empresa frustrada, mas en las desperdigadas notas que se han conservado de aquel trabajo uno encuentra piedras de oro. Sentencias dispersas, conjeturas y aforismos que inducen a pensar que, si bien Ortega no pudo con la tarea de arrojar una luz definitiva sobre la tauromaquia, su escasísima experiencia como aficionado sí le sirvió, por el contrario, para alumbrar aspectos clave de su propia vida filosófica. El torero, nos dice Ortega, labra su destino asumiendo una intransferible responsabilidad de vida. Se trata, desde luego, de un destino sobrio e incierto, pero vitalista y pleno de sentido. Es esta expresión la primera que se me ha venido a la cabeza al conocer de la muerte, el pasado 5 de enero, del admirado maestro Mondeño. Son muy pocos hoy los que, ajenos al menguante mundo del toro, sabrán quien fue este torero que siempre aparece risueño y con un cierto aire de bohemia sensualidad, propiamente sesentera, en las fotos. La literatura, y luego el cine, enclaustraron la biografía del matador en la horma del héroe romántico, donjuanesco y trágico. Hay, sin embargo, en esas vidas que tantas veces empezaban en la furia de la pobreza, la luminosidad y la ética que es propia de la aventura. Mondeño fue un torero vertical, quietista y litúrgico. Conoció la gloria en las plazas y, bello él, el acercamiento de las mujeres. Dicen, quienes han tenido la suerte de poder comparar, que es el eslabón artístico que une a Manolete con José Tomás. Toreros con los que compartiría no sólo formas sino un cierto misterio religioso que en este caso adquirió forma propia. En un determinado momento, el torero optó por los hábitos y la vida beata, y se ordenó dominico. No duró aquello mucho tiempo y el maestro volvió a las plazas, como el que cambia una vida religiosa por otra. Mas en ese afán por cumplir con la responsabilidad de vida, Mondeño abandonó de nuevo, y de forma ya definitiva, los trastos. Su historia postrera de larguísimo y feliz amor en fuga por Europa con aquel hombre que tuvo la suerte de encontrar una afortunada tarde, fue otra sublimación de su intransferible aventura. Así la celebraron hasta hoy sus compañeros. Era el más querido. "No se podía ser más bueno que ese hombre", me decía ayer uno de ellos. Nació en una pequeña choza en Puerto Real. Fue torero, fraile y condujo durante años su Rolls Royce por las calles de París. Halló su razón vital. Como se dice en estos casos, que le quiten lo bailao.

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