Ocurre siempre a fin del año, y más en este fatídico 2020: los ojos y los deseos se proyectan hacia el futuro, esperando que la consumación de este ciclo temporal sea también el inicio de una nueva era. Como si la magia de doce campanadas sirviera para barrer la amargura, los dolores familiares y el desconcierto de un año tan traumático… Yo, sin embargo, no quiero hablar de ilusiones en ciernes, sino de las esperanzas que brotan del presente, tan reales y tan invisibles. Quiero mirar hacia atrás, porque no todas las sorpresas de este año han sido negativas.

Pese a la dolorosa falta de contactos, durante los últimos meses nos hemos dado cuenta de que nos necesitamos más que nunca. No es solo la evidencia de nuestra fragilidad como especie y de que no lo podemos todo: es que tenemos que protegernos los unos a los otros, respetar normas por el bien de todos, cuidarnos hasta en la distancia. Ese cuidado también es económico: ahora toca salvar a los más débiles. Por una vez nos hemos atrevido (los Estados se han atrevido) a ir más allá de las leyes neoliberales, las que sentencian que "el pobre lo es porque quiere y porque no se esfuerza"; ellos, los empobrecidos, serán pese a todo los que más sufran los rugidos del mercado, pero sabemos ya que un hilo tan sutil como resistente vincula nuestra suerte. Es hora de compartir la riqueza si no queremos sufrir una catástrofe aún mayor que la pandemia.

Y otra sorpresa surge de ese vínculo: asombrados, hemos visto que hay mucha gente que se entrega más allá de los cauces marcados por la ética. Profesionales sanitarios trabajando a destajo, vecinos realizando la compra de los ancianos, profesores implicándose con los problemas de alumnos y familias, gestos de solidaridad por doquier. En otro contexto hubiéramos dicho de estas personas: son unos pringaos. Y verdaderamente no se me ocurre mejor término para definirlos, porque se han llenado las manos de la pringue de la realidad. No es que sean mejores o estén hechos de otra pasta, es que la realidad los ha alcanzado de lleno y ellos han dado una respuesta: han pasado a la acción, se han dejado transformar por la realidad.

Quiero creer que estas sorpresas que ha traído la pandemia, aunque sean pequeñas, no van a desvanecerse cuando dejemos atrás este año singular. Estemos, por lo menos, dispuestos a seguirnos dejando sorprender. Porque eso significará también mirar hacia adelante.

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