HACE ya muchos años me alojé en un pequeño hotel de la ciudad vieja de Túnez. A las 04:30 de la madrugada me despertó una especie de cañonazo que retumbó en la calle y sacudió todo el edificio. ¿Qué era aquello? ¿Una guerra? ¿Un terremoto? ¿El fin del mundo? Nada de eso: era el altavoz de una mezquita que llamaba a la oración. Desde entonces he vuelto a oír muchas veces los altavoces de las mezquitas. Recuerdo el largo lamento de una mezquita de Essaouira, que se mezclaba con los graznidos de las gaviotas y el ruido del oleaje que atraía a los primeros surfers; o el gemido titubeante de una mezquita en Ketama, en un día de invierno tan frío que hasta el sonido parecía haberse congelado en el aire. Y no puedo olvidar las sirenas del puerto de Tánger, anunciando el final del ayuno tras una larga jornada del Ramadán.

En Europa les tenemos miedo a las mezquitas -basta pensar en los resultados del referéndum suizo-, porque creemos que el islam no ha vivido aún una reforma como la que vivió el cristianismo en el siglo XVI, por lo que aún confunde la fe con la raza e interpreta la religiosidad como un simple código estricto de conducta. Pero en realidad sabemos muy poco del islam, que es una religión mucho más variada y compleja de lo que creemos. En las mezquitas hay imanes mucho más liberales que algunos de nuestros clérigos apocalípticos, aunque también es cierto que otros imanes predican a escondidas la guerra santa contra los infieles. Deberíamos tener claro que unos y otros no tienen nada que ver. El gran Oumar Kanouté, que algún día podría llegar a ser el Obama europeo, dijo en la Fundación Tres Culturas una de las frases más inteligentes que he oído nunca sobre la religión, cualquier religión: "La religión, tal como yo la entiendo, sirve para eliminar la parte bestial que hay en toda mente humana". Y eso es cierto. Por muchos prejuicios que tengamos contra la religión -cualquiera que sea-, nadie podrá negar que hay gente que se niega a robar o a matar o a engañar sólo porque su religión se lo prohíbe. No es poca cosa en un mundo que se arrodilla todos los días ante los reality shows.

Una de las ventajas de nuestra Constitución, tan despreciada por algunos, es que hace muy difícil los referendos como el suizo. En España no se podría proponer un referéndum sobre la pena de muerte, o sobre el confinamiento indefinido de los inmigrantes ilegales, sin una mayoría absoluta en el Parlamento. Cito estos dos temas -la pena de muerte o el internamiento de inmigrantes- porque es muy probable que fueran aprobados por una holgada mayoría en un referéndum. Pero una de las grandezas de nuestra democracia es que no nos permite opinar sobre temas que se consideran intocables. Y los minaretes son intocables. Por fortuna.

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