LA tradicional polémica sobre el grado de desarrollo de Andalucía, que marca la agenda política de manera intermitente, debería eludir el maniqueísmo que aqueja a menudo a la clase política para dejar paso a la ciencia económica y sus diagnósticos con vocación de objetividad. No hay manera, en efecto, de compatibilizar la versión de los gobernantes sobre el indudable crecimiento económico y aumento del bienestar social en Andalucía, que supone un fuerte aumento del empleo, la mejora de las infraestructuras y el incremento de la renta de las personas, con las objeciones planteadas por la oposición acerca de las debilidades de este crecimiento y la comparativa desfavorable con otras comunidades, aunque a veces se deje llevar por el catastrofismo. Acudamos, pues, a los estudios de los expertos. El último conocido, patrocinado por la Fundación BBVA, concluye que Andalucía no ha dado un paso adelante en su posición relativa en el conjunto de España en parámetros tan destacados como el Producto Interior Bruto por Persona, en el que ocupa la penúltima posición entre las comunidades autónomas que integran España, tan sólo por delante de Extremadura, pero también en las tasas de productividad del trabajo. De los cuatro indicadores de competitividad (infraestructuras y accesibilidad, recursos humanos, innovación tecnológica y entorno productivo), solamente en el primero apunta una mejora relativa de Andalucía, al pasar del puesto 16 al 14. Otros criterios, como la creación de empleo o el nivel de crecimiento, parecen avalar la tesis de una Andalucía imparable... pero sólo si se olvida que las demás regiones también mejoran. El hecho cierto es que en comparación con los otros territorios nacionales, Andalucía continúa en el lugar en que estaba hace veinte años. Así son las cosas. Es un consuelo que tengamos más bienestar y más riqueza que en 1986, pero lo que hay que preguntarse es por qué no estamos al nivel de los demás.

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