Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Medianoche en el jardín del bien y del mal

Spacey tocaba la bandurria con los tunos y Patrick moría ahogado, dicen que en el casting de una película porno

Kevin Spacey tocaba la bandurria con los tunos y Patrick C. moría ahogado en la piscina de un chalé.

Spacey ya ha acabado, o han querido que le llegue el fin con una denuncia por abuso y acoso sexual que después ha quedado sin demostrar porque el denunciante no ha querido testificar, tal vez porque era indemostrable. Casi han conseguido acabar con él, por lo que parece. Recuerdo cuando a mi alrededor extraño era el día que alguien no hablaba de House of Cards y de su personaje, Frank Underwood. Hoy es un remoto recuerdo televisivo. El domingo pasado se unió a la tuna y tocó y cantó La Bamba.

Ese mismo día murió Patrick C. En ese momento también era actor. O pretendía serlo, aunque fuese durante unos minutos, suficientes para sacarse un jornal. Cuentan que fue en un casting para una película porno.

Spacey recorre Europa, resuelto a alejarse de la ignominia, y recala en bares y tascas nativas sin remilgos a codearse con los parroquianos, sean fans o no, con cualquiera que se pirre por hacerse una foto con una celebridad y si es posible, si se deja, echarle el brazo por encima. Y qué mejor que un actor de Hollywood.

Es probable que Patrick C. se pateara media África, desde Nigeria, con la ilusión de llegar a Europa. Debió cruzar el Estrecho y se afincó en España y estuvo en el lado contrario al de Spacey, en la barra, sirviendo como camarero. Le iba el asunto: estudiaba para cocinero. Debieron llegarle noticias del casting. Y entre sacarse unas monedas vendiendo kleenex en un semáforo a pleno sol y levantarse unos billetes follando delante de una cámara... Que levante la mano, sin temblarle, el que elija la primera opción. Tal vez es que comparte aquello de Frank Underwood: "Quizá crean que soy un hipócrita. Pues deberían hacerlo". Que también dice eso de "La democracia está sobrevalorada". Es una perla en la ficción, pronunciada desde el confort del poder -desde el submundo de la codicia y la ambición-, en un sillón bajo el aire climatizado de un palacete de la avenida Pensilvania y por la que los telespectadores de pago ofrecen una complaciente sonrisa tumbados en el sofá de su sala de estar. Pero esa frase, en el submundo del hambre y la miseria, por ejemplo en un suburbio de Lagos, suena muy distinta.

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