Dadas las gravísimas circunstancias que estamos viviendo y sufriendo, las máximas urgencias para los políticos y para cualquier ciudadano, consciente y responsable, no son más que este terrible virus exterminador que nos amenaza y asola y la situación económica cuya apocalíptica presencia está provocando. No se entiende que lo que debiera constituir la mayor preocupación de quienes nos gobiernan, a través de las distintas instancias constitucionales, anden en inoportunas pendencias y otros argumentos disuasorios que interfieren con ostensible irrelevancia. Tanto el gobierno, en su doble actitud en todas las cuestiones, como los corifeos mediáticos que le sirven de altavoz fiel y entusiástico a veces, actúan con efusiva diligencia para distraer al personal de las malas gestiones sobre la pandemia, que, desde un principio y ahora también, han demostrado el propio ejecutivo y diversas administraciones autonómicas.

Tengamos la eutanasia en la que muchos están empeñados y recrudecen su peculiar y patológica obsesión, que no puede ser más inoportuna dadas las circunstancias; el caso Kitchen, de las aberrantes torpezas del PP y la nefasta gestión del que fuera su ministro, Jorge Fernández Díaz, lo que ha despertado con ardorosa euforia a los críticos adscritos al gobierno contra los populares, la creación de una Comisión de Investigación, esa sí, la de Podemos no; las dificultades de elaborar unos presupuestos, que demuestra la incapacidad negociadora del gobierno de Sánchez -que aún no ha adelantado ningún dato- las limitaciones que le plantean sus compromisos políticos, cuando la ideología se impone a las necesidades neurálgicas del país y, en otro sentido, otro llamativo fracaso, el rechazo parlamentario del intento de saqueo a los ayuntamientos, oponiéndose por mayoría al decreto sobre los remanentes municipales que se pretendían intervenir.

Y por último, "last but not least", entre otros aspectos disuasorios destacaría las divergencias políticas que bloquean la renovación de cargos en órganos institucionales que son fundamentales, especialmente el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. Nada se pierde con el desacuerdo, porque lo que debiera acordarse es la renuncia de los partidos políticos a la fórmula de designación si se cumplieran las normas y principios justos de un auténtico Estado de Derecho. Pero recuerden que mataron a Montesquieu, el inefable padre de la separación de poderes. "Montesquieu ha muerto", dijo con su habitual suficiencia corrosiva Alfonso Guerra, cuando en 1985 con mayoría socialista se aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial. Desde entonces los dilemas políticos para elegir a los miembros de nuestros máximos órganos del poder judicial, se convierten en un problema que desata una odiosa polémica. Los políticos no quieren apartar su mano de la justicia. Cuando digan que en España hay división de poderes, estarán mintiendo como en tantas otras cosas.

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