Hace no tanto esta palabra sólo era un insulto. Una palabra que se escupía con violencia contra personas homosexuales, o simplemente como insulto, a cualquiera que nos pillara enfrente. Era una palabra gruesa y soez, de esas que los adultos no dejaban decir a los niños. Y que los adultos usaban sin embargo con abundancia. Curiosamente ese grito lo terminó asimilando el colectivo gay, para llenarlo de orgullo, para definirse sin complejo: “soy maricón, ¿y qué?, maricón perdido”. Así que de pronto una palabra que se escupía era devuelta cargada de orgullo.

Mientras hemos ido descubriendo un abanico lleno de colores y matices, como esa bandera multicolor que en estas semanas se ondea en balcones y calles. Fueron saliendo del armario todas esas identidades y orientaciones, hasta conformar un mosaico que, a estas alturas, cuesta comprender y asimilar: demasiados cambios en tan poco tiempo. Aunque en realidad es bien sencillo: dejemos que cada cual exprese su sexualidad cómo y con quién le parezca. Punto y final.

Pero claro: sigue habiendo mucha gente que usa esa palabra para insultar. De hecho hoy más que ayer hay personas que se creen con el derecho y casi con la obligación de enfrentarse a cualquier persona que no cumpla sus cánones de “familia tradicional”. Y no sólo insultan, también acosan y agreden, algunos salen de caza como machitos furibundos, defendiendo no sabemos bien qué, cabalgando sobre su discurso monocromático.

Así que, en estos días que las calles se llenan de manifestaciones LGTBIQ+ nos podemos encontrar a un tipo gritando encolerizado “¡maricón!, bien pertrechado en sus prejuicios; y al otro lado de la calle alguien recibiendo el insulto con orgullo “¡maricón perdido!”. Y en medio de esta hipotética escena el resto, la sociedad, nosotros, vosotras, elles, toda esa gente que asiste un poco confusa ante el colorido mosaico, sin entender casi nada, viendo como las siglas engordan cada año, como el vecino ya es, por fin, vecina, o su nieto es nieta, o su padre tiene un nuevo novio…

Quiero pensar (y aquí me dejaré llevar por el optimismo) que todas esa gente, todas esas personas que andan en medio de los que insultan y los que reciben el insulto, son tolerantes con esta nueva sociedad. Quiero pensar que, pese a la comprensible confusión, son capaces de entender que no hay nada malo en amar y ser amado, y que, en cualquier caso, la vida privada del resto nos debería importar muy poco o nada.

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