Crónicas urbanas

Jordi Querol

Manzanilla-Bar

Marchando por la carretera A-4 72 (antes N-431), entro en la provincia de Huelva, en busca de El Rompido. Son ya muchos los almuerzos en el Manzanilla-Bar (Carretera Sevilla-Huelva); una historia de casi cuarenta años. La autovía del quinto centenario -es decir, la A-49- es generosa y rápida; sin embargo, en estos momentos la prisa no nos hace falta, simplemente queremos llegar. El Manzanilla-Bar, sin nadie alrededor parece clausurado, pero los coches aparcados a su alrededor delatan lo contrario. Efectivamente, esta abierto y parece que nos espera; sin el saberlo, inaugura nuestro veraneo dándonos la bienvenida a Huelva.

Surcando estos campos hacia el oeste, evoco los años sesenta, cuando por primera vez pisé estas tierras. En Niebla mi 600 repostaba gasolina, y también se refrescaba cambiando el agua de su fatigado radiador. Después, San Juan del Puerto y, al final, la deseada Punta Umbría. Qué lugar tan bello, qué regalo de la naturaleza. Algunos (incluidos por supuesto los ingleses del mineral), la disfrutamos activamente cuando se lo merecía. Hace mucho tiempo, claro.

Al salir del Manzanilla-Bar (nuestro restaurante de siempre) el calor es asfixiante. A esta hora, después de comer, la carretera A-472 discurre por territorios sin gentes. Los pueblos que atravesamos se sienten sin vida, están desiertos. Aire acondicionado, calor intenso y siesta son los responsables. En estas condiciones climatológicas, la gente del sur ya sólo usamos las calles y las terrazas públicas por la mañana temprano, y más tarde por la noche. El verano, con este calor y todas sus singularidades, es la estación del año que muchos escogemos para descansar. Prácticamente a finales de junio nuestros termostatos particulares nos avisan de que tenemos que cambiar de árboles. En la zona de Barcelona donde vivimos (el Ensanche), los árboles son componentes lejanos, están en las calles. Sin embargo, nuestros pinos en El Rompido están cerca. Vivir debajo de ellos y poder acariciarlos durante casi un mes nos da vida. Después sus aguas, o sea, la ría del Piedras. Simplemente estas dos cosas ya estimulan una existencia distinta. Las brisas del océano alejan mis fantasmas urbanos y bebiendo vino blanco con mis amigos cartayeros limpio mi cerebro. Me alejo de los ordenadores, de los e-mails, de los telediarios y de las llamadas impertinentes.

Después del gazpacho y de la carne con tomate, nos despedimos del Manzanilla-Bar y, con el anhelo de ver pronto El Rompido, continuamos atravesando pueblos encantados. Pueblos que están esperando la noche, para de nuevo, volver a latir.

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