Aturdida aún por el huracán planetario del gran viernes, que arrancó a buena parte de mis paisanos fuera de sus casas urgidos por la necesidad de comprar, me pregunto cómo hemos adoptado esta costumbre yanqui con tanta rapidez y concienzudo empeño. El Black Friday es una encarnación real y simbólica de la globalización: representa los nuevos tiempos, los de los usos y ritos sin fronteras que imponen su propio calendario. Con el adelanto de las luces navideñas, ya para siempre relegadas a luminarias de lo que puede comprarse, ni siquiera se salvan los rituales cotidianos, los que marcan el ritmo de los tiempos colectivos.

Pero por más que la publicidad nos asegure que vivimos ya en la fascinante aldea global, este supuesto pueblo sin límites no incorpora una ciudadanía universal. Celebramos asombrados nuestra condición de consumidores globales aunque no somos ni de lejos ciudadanos globales. Decenas de miles de personas son también arrancadas de sus casas cada año por otro huracán más violento y tenebroso, el de la pobreza. La víspera de este viernes negro, el de las luces y los centros comerciales, casi 900 inmigrantes fueron rescatados cerca de Almería, en pateras atiborradas de desesperación. Ese mismo día la gran marcha de cinco mil centroamericanos que espera entrar en EEUU llegó a Tijuana. No es difícil imaginar qué pasará con esta masa de gente desolada, atrapada delante de una línea divisoria, en busca de un lugar habitable. Lo cierto es que los pasaportes y los visados son cada vez más necesarios. El mundo no es un hogar con menos fronteras, sino con más.

Todos buscamos esos espacios habitables, aunque para muchos millones de gente empobrecida sea difícil dar con ellos. Espacios que no se parezcan únicamente al supermercado global de un día de noviembre, sino más bien a una casa común, respetuosa con el medio ambiente y dispuesta para acoger a las generaciones venideras. Durante la Edad Media los perseguidos imploraban el derecho de asilo en las iglesias, y ese es el principio que originó la legislación moderna, aunque en la práctica ella también se haya vuelto inhabitable: disponer de un lugar no profanable, un sitio especialmente protegido donde la dignidad humana fuera arma suficiente contra la agresión. De todas las globalizaciones posibles la más urgente es la que aspira a poner en práctica universalmente los Derechos Humanos. ¿Qué tal un domingo como este para recordarlo?

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