Cada año, cuando despierta la primavera, tengo una cita especial. Siempre, cada marzo, busco el marco bello donde la lírica vive como en un palacio dormido de sueños y despierto de nuevas sensaciones. Es un rincón de un pueblo con la luz con el tiempo dentro. Es Moguer.

El muro blanco que tapa media visión de Santa Clara no la oculta; al contrario, nos anima a contemplar su belleza. Allí en cualquiera de las cuatro esquinas de la Plaza de las Monjas, cuando el sol comienza a caer por la ribera, cuando los atardeceres malvas ven a Huelva lejana y rosa, la poesía moguereña nos hace un guiño de unos versos eternos que describen la maravilla de sus calles, de sus bajas ventanas enrejadas, de sus antiguas bodegas, de sus alrededores donde ya nacieron numerosas carpas que reflejan la luz y que guardan de los vientos el fruto rojo que le ha hecho el milagro de un resurgimiento económico.

La primavera en Moguer es distinta a las demás. Tiene cadencia de versos, tiene aroma de pureza que las clarisas dejaron con olor a azahar junto al mausoleo de los Portocarrero, tiene el despertar de la primavera cuando la Cuaresma se hace canto gregoriano, con voces de devoción, que late en corazones que aguardan los días grandes de la Pasión. Todo es distinto en Moguer. Todo se cubre de la grandiosidad de Santa María de Gracia, donde cinco naves de arquitectura maravillosa hacen que nuestra alma se sienta en el cielo catedralicio de emociones que son bendecidas en la vendimia y que se hace espigas de amor por el Jueves Santo y por el Corpus.

Cada año, desde hace ya muchos, cuando me siento a escribir recuerdos y vivencias de vida, no olvido la primavera moguereña. Esa estación del año que nos trae olor de carabelas descubridoras de nuevos mundos, que nos mece en el arrullo de un Montemayor que es todo para nuestro amor mariano.

Serían las primeras horas de la noche, cuando al salir del Monasterio, cargado de historia colombina, cuando la plaza, solitaria, a la luz de unos reflejos de una luna esplendorosa, me volvió a traer, con el torrecilla de un burrillo inmortal, los versos de quien tanto amó a su pueblo.

El busto del almirante de la mar oceana unía al encanto del momento la grandeza poética de una hazaña que hizo comenzar a que el mundo tuviera un nuevo latido.

Todo era un embrujo, como un milagro. El mismo que cada año por estos días vivo en este sagrario de historia. Y la respuesta de un pueblo hecho verso era siempre la misma: "No es un milagro, es Moguer en primavera".

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