Líderes

No elegimos a los gobernantes para que reproduzcan en las instituciones las peleas de barra

Por primera vez en la reciente historia española, todos los líderes de los partidos nacionales que según los sondeos van a obtener una representación amplia en el parlamento, donde las mayorías absolutas parecen cosa del pasado, son políticos relativamente jóvenes que tanto en las fuerzas tradicionales como en las surgidas al calor de la crisis o de la llamada nueva política -tan parecida a la vieja que no sabríamos identificar un solo rasgo distintivo- no tienen a sus espaldas una larga trayectoria como dirigentes. Todos, por supuesto, hablan de regeneración, pero oyéndolos no cabe hacerse ilusiones sobre su capacidad para agrupar las voluntades que necesitaría, para ser verdaderamente efectiva y duradera, cualquier reforma de calado, siendo varias las que esperan desde hace años a que exista un acuerdo general y cada vez más improbable. Puede afirmarse de hecho que se trata de los peores candidatos desde las primeras elecciones democráticas y la prueba está en que han mejorado retroactivamente a muchos -no a todos, porque hay casos que no tienen redención posible- de sus veteranos predecesores, que comparados con los herederos actuales podrían pasar por venerables estadistas. Tal vez no sea del todo justo atribuirles sólo a ellos una serie de rasgos negativos -la agresividad, el sectarismo, la intransigencia- que están muy extendidos entre el electorado y de algún modo forman parte de la envenenada atmósfera de la época, pero no elegimos a los gobernantes para que encarnen lo peor de nosotros ni para que reproduzcan en las maltrechas instituciones las grotescas peleas de barra. Nadie, empezando por los partidarios, espera ya argumentos que no sean descalificaciones del contrario, lo que acaba creando la impresión no infundada, pero muy dañina para la credibilidad de los políticos, de que todos -unos más que otros, desde luego- chapotean en el mismo lodazal. El denominado bipartidismo imperfecto ha dejado paso a una división en dos bloques no menos imperfectos, que para sumar precisan del apoyo de sectores que no es que sean radicales, sino que han dejado de creer en la convivencia conforme a los términos fundacionales de la Constitución del 78. Es verdad que bastantes líderes europeos o de otras partes del mundo no parecen mejores, pero el mal ajeno no sirve de consuelo. Quizá no merecemos otra cosa, pero también puede ocurrir que una sociedad más tolerante y diversa, y sobre todo mucho menos crispada que sus representantes, haya tenido la desgracia de verse obligada a elegir entre candidatos autosatisfechos que no miran más allá de sus propios intereses y cuyo único objetivo es llegar como sea al gobierno.

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