Libertad de expresión

Tiempo llevan los amigos de Hasel, que los tiene y buenos en el Congreso, insultando a todo lo que se mueve

Lo cara que nos va a salir la prisión de Pablo Hasel, me decía el otro día medio en broma un buen amigo. Entre la asistencia médica a los heridos de las revueltas, muchos de ellos, demasiados, policías, los destrozos en comercios y viviendas, y la reparación del mobiliario urbano destrozado por las turbas, no se sabe bien hasta qué punto merece la pena condenar con leve pena de cárcel a quien cuando nos demos cuenta ya está otra vez en la calle amenazando (en todos los sentidos de la palabra) con nuevas bravatas detrás del escudo protector de su sacrosanto derecho a la libertad de expresión.

En realidad, esa tan reiterada libertad de expresión no es problema en España, afortunadamente, desde hace ya bastantes años, más incluso de los que tiene el condenado (también en todos los sentidos del término) rapero de Lérida. Aquí a nadie se le mete en la cárcel por expresar sus opiniones, ni siquiera cuando se hace de la manera zafia y rastrera que lo hace él con indisimulada frecuencia, por muchos manifiestos de apoyo que se publiquen en su favor por la progresía dominante, ya lo firme el mismísimo Joan Manuel Serrat. Tiempo llevan los amigos de Hasel, que los tiene y buenos en el Congreso, insultando a todo lo que se mueve sin reparo alguno y allí siguen, cobrando sus suculentas nóminas a cargo de la patria mientras la visten de limpio. Claro que ninguno de ellos, que se sepa, ha rociado de ácido a ningún periodista, que es al final por lo que está cumpliendo su pena el condenado, por más que intenten convencernos de lo contrario.

Me parece muy bien que en el ejercicio de cualquier manifestación artística (incluyendo por tal lo que perpetra el susodicho) se puedan incluir críticas contra personas públicas e instituciones, que es además lo propio de una democracia avanzada. Pero una cosa es eso, y otra muy distinta el insulto gratuito y amenazante contra servidores del Estado como, por ejemplo, esos guardias civiles del País Vasco que se han llevado años sufriendo en silencio con sus familias los embates del terror. El mismo derecho que tiene él para expresarse lo tienen otros para defenderse. Todo tiene sus límites, como le puede explicar su excitado defensor y vicepresidente del Gobierno, experimentado querellante ante los tribunales cuando la libertad de expresión de sus críticos no concuerda con su particular forma de entender la democracia.

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