Lecciones de una salchicha

Gritaba sin parar, pidiendo a su compañero que corriera tras ella. La sombra de la tormenta empezaba a cercarlos

Aquel disparo le pasó rozando. Casi le atraviesa el lado izquierdo de la cabeza. Fiuuuu, oyó, y por poco no lo cuenta. Lo esquivó de milagro. Más bien de pura suerte, porque en ese momento no atendía a disparos propios ni ajenos. Solo pensaba en correr, como alma que lleva el diablo, para cruzar la línea marcada en el mapa antes de que la pillara la tormenta. Subía la colina casi sin resuello, dando saltitos para llegar más rápido, sin importarle demasiado que tras de sí estuvieran volando continuos disparos de revólveres, subfusiles, escopetas de corredera y fusiles de asalto. Diablos, parecía que todos iban tras ella. De cuando en cuando se giraba y disparaba, más para que la dejaran tranquila que para otra cosa, porque con aquellas pintas que llevaba hoy poco miedo iba a dar a nadie. Gritaba sin parar, pidiendo a su compañero que corriera. La sombra de la tormenta empezaba a cercarlos y aún les quedaba un trecho hasta ponerse a salvo. Al fin, un último salto, justo a tiempo, la dejó en lugar seguro. Uf. Suspiró, aliviada. Resoplaba, pero apenas tuvo tiempo de tomar un poco aire cuando la llamaron unos cuantos gritos desesperados. Esta vez era su compañero el que la llamaba: "¡María!" -decía- "Me han herido. Corre, ayúdame". Suplicaba mientras su amiga, que guardaba silencio, me miraba, tratando de leerme los labios.

-¿Qué dices, papá?, me preguntó, al tiempo que se quitaba los auriculares.

-Que si no lo vas a ayudar.

-Es que si lo ayudo me coge la tormenta y puedo perder -me explicó.

Y os juro por Dios que estuve a punto de darle un discurso. A puntito de agarrarla por los hombros, plantarme frente a frente, muy cerquita, y explicarle a mi hija que a veces uno debe sacrificarse. Que eso es importante. Que el mundo es mejor cuando nos ayudamos los unos a los otros, aunque sea en un videojuego. Que no es bueno pensar solo en uno mismo, que no siempre hay que ganar, y desde luego que no hay que hacerlo a costa de los demás. Iba a decirle que diera marcha atrás inmediatamente y que salvara a su compañero. Que en esta vida, hacer las cosas bien siempre tiene premio. O debería. Iba a soltarle todo aquel rollo hasta que pensé que, quizás, no son esas las lecciones que haya que dar en estos tiempos. Que quizás no hayan servido nunca. Pensé en el mundo en el que había nacido, en el que le dejábamos, en lo que le esperaba, y decidí que lo mejor sería cambiar todo aquel solidario, buenista, anticuado y poco práctico argumentario por un simple y escueto: "Vale". Y eso hice.

Entonces fue cuando la vi colocándose de nuevo los cascos. Le había cambiado el gesto, que ahora era fiero, casi enojado. Agarró el mando con fuerza. "Venga, Sergio, que voy", le espetó, y condujo a su personaje, un sencillo perrito caliente con mochila y escopeta, de nuevo hacia la tormenta.

Sonreí y pensé que, a lo mejor, aún no está todo perdido.

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