Primero Pedro Sánchez, y después la totalidad de los ministros del nuevo gabinete, han prometido sus cargos ante un ejemplar de la Constitución y con ausencia total de símbolos religiosos. El gesto ha suscitado su correspondiente algarabía en las redes y en los medios: para unos, por ejemplo de progresía; para otros, por desprecio a nuestros más sagrados valores. La cuestión no es solo si esta opción laica es mejor o peor que la religiosa, una respuesta que suele estar función de la ideología. Lo que debería causar perplejidad a estas alturas es que una ceremonia que represente la aconfesionalidad del Estado cause tanto revuelo. En esto de la laicidad todavía andamos en mantilla.

Jurídicamente hablando, y con la Constitución por delante, no hay duda de que el Estado español es laico. Algo que armoniza bien con el comportamiento religioso de la sociedad española, que según todos los datos vive un proceso irreversible de secularización. Sin embargo esta caída en picado de la conducta religiosa no se traduce luego en decisiones y prácticas laicas del Estado. Ahí seguimos después de muchos años, en eterna discusión sobre la presencia de la religión en la escuela pública, en el Ejército, en los actos civiles de las instituciones, por ejemplo; seguimos sin reaccionar contra la inmatriculación religiosa de los inmuebles o la exención del IBI, y sin derogar la base legal de estos privilegios, que son los Acuerdos con la Santa Sede del 79.

La opción de exhibir o no símbolos cristianos en una toma de posesión, por simbólica que sea, no deja de ser un postureo. Tampoco hubiera pasado nada si el crucifijo hubiera permanecido al lado de la Constitución, como expresión de un laicismo inclusivo. Lo importante es lo que viene después. Los partidos de izquierdas han sido muy combativos con esas prácticas confesionales del Estado… cuando han estado en la oposición. Pedro Sánchez llevaba en su programa electoral medidas muy claras a favor del laicismo, ahora será el momento de concretarlas. Pero aun nos falta a todos, ciudadanos y gobernantes, una toma de conciencia de lo que significa la laicidad como proyecto ético colectivo: no la intransigencia con las creencias y valores religiosos, ni el silenciamiento de las iglesias, sino la apuesta por la convivencia de una ciudadanía abierta y plural, plenamente autónoma. A las tensiones estamos acostumbrados. Lo que tenemos pendiente es una laicidad a la altura de los nuevos tiempos.

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