Lágrimas negras

Usted, señor Rajoy, ha supeditado el interés de España a la conveniencia de su pútrido partido

Las lágrimas de los políticos no consiguen conmover mi duro corazón. Recientemente hemos visto lagrimear a dos auténticos killers, verdaderos cocodrilos de la política: el primero fue Iglesias a propósito de los presuntos excesos de un policía, cometidos en todo caso en tiempo ya casi inmemorial. Que el justificador de sangrientas tiranías bien presentes y actuantes como Venezuela, Irán o Nicaragua lloriquee por semejante cosa me recuerda el acierto de Odo Marquard cuando fulminó que la izquierda sabe que lo mejor para escapar del juicio es convertirse en tribunal.

El otro llorón ha sido nada menos que nuestro ya ex presidente Rajoy, al que bien pudiera aplicarse la archiconocida y hoy incorrecta por notoriamente machista sentencia de la mora Aixa a su hijo Boabdil, en la que se contraponen lágrimas femeniles y varonil defensa de lo propio: ¡Llora como mujer…!, ya saben.

Mariano Rajoy llora y se va, pero antes de irse ha acabado de pintar el cuadro de la España imposible en el que estaba empeñado. Él sí que deja, y no aquel pobre de Alfonso Guerra, una España desconocida hasta para su propia madre si la hubiera. Y en manos de un Gobierno presidido por un personaje de tercera en el que se celebra como eminentes hombres de Estado a segundones recordados sólo por sus fracasos. ¿Era necesario este último ensañamiento con sus votantes, señor Rajoy? Es por eso, por la España que deja y en manos de quien la deja, por lo que usted debería llorar. Presume usted de logros económicos, señor Rajoy, como si tuviera alguna importancia ser el más rico del cementerio, pero si usted fuera un patriota hubiera dimitido y forzado elecciones antes de permitir esta delirante situación que nos ha convertido en el hazmerreír del mundo: el Gobierno de España aupado por los mismos a los que sus delitos contra la Nación aún mantienen en la cárcel o huidos de la Justicia. Y por los cómplices de asesinar o mutilar a miles de españoles.

Usted, señor Rajoy, ha supeditado el honor y el interés -quizá la unidad- de España a la conveniencia mediata de su pútrido partido, y el de su partido a su propio horizonte personal, quien sabe si penal. No le deseo a usted lo que usted ha tolerado y hasta hecho posible para tantos de los suyos, una mano policíaca en el colodrillo y pena de telediario, pero sí que, puestos a derramar lágrimas, las próximas sean por justa causa.

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