Justo y necesario

La legalidad tiene grietas por donde se cuelan sesgos clasistas, patriarcales o xenófobos

Hay siempre en el centro del escenario informativo algún asunto que tiene que ver con la administración de justicia: cuando no es una sentencia discutible (y tardía) que crea alarma social, es un veredicto del Tribunal Supremo, o bien el recurrente asunto de la renovación/bloqueo del CGPJ -órgano supremo de los jueces-, que ya se ha convertido en un clásico. Dicen que la caótica situación del poder judicial en España es una de las causas de la desafección hacia la política, aunque puede que los ciudadanos no seamos capaces de valorar las consecuencias reales de este problema, ni los medios de comunicación saben explicarlo adecuadamente. Lo que sí persiste en el imaginario colectivo es la frase del alcalde Pedro Pacheco, que acuñó para siempre, con certera brevedad, el juicio moral que para el pueblo merece la justicia en España: es un cachondeo.

¿Por qué esta amarga conclusión? Para los que no hemos estudiado Derecho, la percepción de la justicia como uno de los pilares de la democracia viene a ser como un dogma de fe: hay que creerlo pero es indemostrable. Lo que sí percibimos bien es que esa justicia no nos libera del castigo de la corrupción, ni nos protege de la plaga de la desigualdad. Masticamos cada día lo que es sencillamente evidente: que la justicia es selectiva, pues tiene que ver con la situación económica del sujeto justiciable y con la ideología del juez; que es partidista y dependiente del poder político, pues difícilmente quien ha sido favorecido entre miles de colegas puede controlar a quien lo colocó en ese cargo. Y que sirve para convertir la inmunidad en impunidad: cuando el rey emérito aseguró sin sonrojo que "la justicia era igual para todos", no sólo se burló de la monarquía y de quienes esta institución dice servir, sino que señaló, con campechana ironía, la puerta de atrás por la que la gente como él siempre lograrán escapar indemnes.

No entendemos bien, quizás, qué repercusiones pueden tener todo esto en la arquitectura de un Estado que se define a sí mismo como social y democrático de derecho. Lo que sí sufrimos en carne propia, en muchísimas ocasiones, es que lo "ajustado" a derecho no proporciona justicia y que la legalidad tiene grietas por donde se cuelan sesgos clasistas, patriarcales o xenófobos. Nos corresponde a los ciudadanos convertir el malestar en clamor y el escepticismo en responsabilidad. Transformar, en fin, lo justo en necesario.

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