La tribuna

Juan Del Río Martín

Jueves Santo y globalización

LA Última Cena no fue un banquete cualquiera. Aquella salvación universal por la que entregaría su vida se quedó en los signos y señales por los cuales son reconocidos sus discípulos: el mandamiento nuevo del amor, el servicio a todos los hombres, la institución de la Eucaristía y el sacerdocio. Desde las grandes catedrales europeas hasta la más humilde capilla africana, pasando por los templos e iglesias de América o Asia hasta llegar a la lejana Oceanía, todos celebran hoy un mismo y único misterio: "Dios nos ha amado hasta el extremo" (Jn 13,1).

Algunos se preguntarán: ¿Qué tiene que ver la institución de la Eucaristía con el fenómeno de la globalización? No se trata de ningún snob teológico, sino que es la consecuencia clara del ser cristiano y de la tensión escatológica de la Eucaristía que conlleva la transfiguración de la propia existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio (cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 20).

La globalización, antes que un movimiento económico, es un signo de los tiempos, es un hecho social en el que hay que distinguir sus aspectos positivos y evitar los peligros, dándole un verdadero rostro humano mediante la globalización de la solidaridad. La fuente de esa opción la encuentra el cristiano en la Eucaristía, en cuanto que en ella se ha expresado y se hace presente permanentemente la solidaridad de un Dios que se reveló tan solidario con la criatura que, siendo de condición divina, tomó nuestra condición humana. De ahí que el concepto de solidaridad cristiana supera toda concepción humanista porque tiene como referencia el amor de lo infinito manifestado en el sacrificio del Calvario, realizado y actualizado hasta el final de los siglos en el sacramento del Amor. Esto se da en el seno de la Iglesia, que es, desde sus inicios, una institución global en cuanto sus miembros, esparcidos en los cinco continentes, que participan de unas mismas creencias, ritos y compromisos. Ella cumple el mandato de su Señor, que dijo: "Id por todo el mundo y haced discípulos míos" (Mt 28, 19).

La globalización ha consagrado la fragmentariedad del ser de la postmodernidad. Es más manejable una persona débil que una persona de convicciones. En la Eucaristía el cristiano se hace uno con Cristo, con la Iglesia, con los más pobres. Este sacramento robustece a las personas y potencia la creatividad de los pueblos, como por ejemplo las manifestaciones artísticas que se contemplan en la tarde del Jueves Santo en los altares y monumentos eucarísticos.

El mundo globalizado impone la uniformidad y está marcado por el pragmatismo, inmanentismo y mercantilismo. En cambio, en la Eucaristía cada pueblo puede encontrar y expresar su identidad. Este sacramento cristiano se presenta como el último reducto de libertad en una sociedad teledirigida, donde la persona se puede encontrar consigo misma en su originalidad y en su ser social, desde la más absoluta libertad para participar en la "gran cena" de los elegidos por Dios y olvidados por la globalidad: "cuando lo hicísteis con uno de estos mis hermanos, los más pequeños, conmigo lo hicísteis" (Mt 25,40). Además, el mismo espacio sagrado de esa "comida" nos introduce en la esfera del Misterio, de la gratuidad, de la apertura a los otros y de contemplación del horizonte de Dios; frente a los "ídolos" del mercando y del dinero de la globalización que dominan las relaciones humanas.

Es significativo que el cuarto evangelio no traiga la institución de la Eucaristía como los sinópticos; sin embargo, en un contexto de despedida, propone el relato del "lavatorio de pies", en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13,1-20). En la globalización el sacrificio y la renuncia sólo tienen un objetivo: "tener más", "ser más", "conseguir más" y todo en función de uno mismo. En cambio, en el sacrificio de la Misa contemplamos y celebramos la donación del Dios crucificado que, muriendo en el patíbulo de la cruz, nos introdujo en la globalización del amor para que tengamos "vida y vida en abundancia" (cf. Jn 10,10).

El misterio del Jueves Santo nos lleva al dato originario de la fe cristiana, que es la resurrección de Jesús que se celebra "el primer día de la semana". La mística de la globalización de la solidaridad tiene su expresión comunitaria por excelencia en la "Asamblea dominical". No es lo mismo la muchedumbre que asiste a un macroconcierto del conjunto o cantante de moda, que esa otra que, domingo tras domingo, celebra el "día del Señor". Ese asiduo encuentro semanal engendra lazos de fraternidad muy diversos a los creados por los intereses económicos que dominan las relaciones financieras y culturales de la globalización. Por eso, ante un mundo globalizado y secularizado la alternativa no es otra que la cultura del amor y la solidaridad que dimana de la Eucaristía.

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