Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Infiltrados

UN juzgado de Madrid ha encausado a un individuo por vender copias de películas y música sujetos a derechos de autor. Es decir, por piratear cedés y deuvedés y comerciar con ellos. La noticia no tendría demasiado interés, y se perdería en el piélago de acciones contra la piratería que se emprenden a diario, si no fuera porque el pirata fue denunciado por un infiltrado de las asociaciones de defensa de los derechos de autor; es decir, por un confidente al servicio de una corporación privada. El confidente ejecutó un trabajo pulcro: primero cambió su identidad y se hizo pasar por un cliente interesado en adquirir películas pirateadas. Luego, bajo uno o varios alias, rastreó los foros de internet hasta dar con el vendedor, un sujeto avezado en el arte menor de reproducir material artístico pero absolutamente zoquete en el arte mayor del recato, lo que prueba la enorme diferencia que separan ambos oficios. Según publicó El País, el falsificador, de una candidez estremecedora, cayó en la trampa que le tendió el infiltrado y le facilitó sus datos personales y bancarios. A partir de ahí todo fue coser y cantar: el juzgado ordenó un registro en el domicilio del pirata, donde apareció abundante material que sirvió para facilitar su imputación, etcétera.

Lo inquietante de la historia no tiene que ver con la detención del hombre, con los miles de copias intervenidos ni con el método de duplicación empleado, sino con el descubrimiento de que las asociaciones de autores poseen confidentes habilitados para entrometerse entre la gente común, husmear en sus actividades, reunir pruebas y denunciar a aquellos que infringen la ley. No pretendo en este comentario defender al pirata, qué va, ni hacer una declaración contra las multinacionales de la música o la imagen ni cuestionar el derecho de los autores a percibir el canon, sino mostrar mi inquietud por la existencia de una red, montada por asociaciones privadas, dedicada a husmear arbitrariamente en las actividades de los internautas en busca de culpables. Precisamente porque no lo soy, me da un poco de repelús ser observado como un cuatrero.

No creo que la omnipresencia (evidente o secreta) de los recaudadores de derechos sea positiva para los autores. A primero de año, tres autobuses de una empresa de Zaragoza dedicada al transporte escolar fueron condenados a pagar 6.000 euros de derechos por pinchar discos y películas. Lo perturbador de la noticia no fue, como se interpretó mayoritariamente, que los autobuses escolares estuvieran también sujetos al pago, sino la angustiosa sensación de que entre los escolares que corean canciones de corro o se tiran bolas de papel en el trayecto a casa también hay un infiltrado.

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