Ya lo hemos escrito en más de una ocasión: los enemigos de la unidad de España, los separatistas, los nacionalismos excluyentes, aprovechan la debilidad del Estado, como ya hicieron en las dos Repúblicas (1873-1874 y 1931-1939), para quebrar el país. De la misma forma y en similares circunstancias las formaciones de la España constitucional que engendraron la Transición quieren fulminar la Monarquía, sabiendo que el Rey es la figura clave que enfrenta a su propósito de destruir el Estado. Sobre todo porque un Gobierno cuya obligación es salvaguardar firmemente los principios inviolables de la democracia constitucional, se dedica a mercadear frívolamente votos y favores con quien atenta contra la libertad y la estabilidad de todos los españoles.

En una época en que la crisis de valores llega a sus niveles más bajos, vergonzosos muchos de ellos, la política y quienes la ejercen, salvo muy raras excepciones, siembran escepticismos irreversibles y desaniman a quienes pretenden por noble vocación dedicarse a tan noble actividad. Siempre hay quien sin prejuicio alguno y por otros inconfesables propósitos la aborda de manera interesada, venal y mezquina. En este punto asistimos al habitual cruce de insultos, amenazas, filtraciones y otros trances que, lejos de un normal pugilato parlamentario o mediático -siempre pérfidamente acibarado por analistas e informadores nada objetivos-, agudizan los filos de las acusaciones y los relieves corrosivos de lenguaraces, habitualmente dispuestos a extremar hasta la falsedad el relieve de sus dicterios.

Y así, en ese clima que auspició la moción de censura entre constantes muestras de desafío al orden constitucional, alentado por separatistas de toda laya -fascistas los llamaba Albert Boadella en una entrevista que publicaba nuestro periódico- y auspiciado por populistas radicales y otros declarados enemigos del Estado, surgen silencios cómplices, guiños sospechosos y flagrantes injerencias en el orden judicial. Y en este tenebroso panorama de incertidumbres, contradicciones y evidentes atropellos al Estado de Derecho, nada puede extrañarnos que, tras las presiones del Gobierno, la Abogacía del Estado no acuse de rebelión a los líderes golpistas y sí de sedición. Eso a pesar de que en mayo el presidente Sánchez afirmaba en una entrevista que había delito de rebelión y sedición en Cataluña. Claro que eso fue cuando estaba en la oposición y, según su vicepresidenta, tan voluble ella, ahora es el presidente. Todo es distinto. ¡Curiosa metamorfosis dialéctica!

En este ¡increíble! tinglado como en el de la antigua farsa, campean la simulación, la mentira y el cinismo más descarado. Lo diga la ministra de Justicia o la señora Cospedal, que en buena hora debiera seguir los pasos de su amiga Sáenz de Santamaría o la única, Rosa María Mateo, a punto de convertir la RTVE en la TVE 3 de los podemitas, antisistemas, independentistas et alia.

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