Con un Gobierno débil, vacilante, reticente, acomplejado, abanto -se dice en la lidia-, y casi siempre tardío en sus decisiones… un partido que lo sustenta con una tendencia patológica a meterse en los charcos, originados por él mismo; una oposición del ala izquierda en desbandada, dividida, fragmentada, sectaria, sin rumbo, radical o ambigua y un centro -apresuradamente liberal de ayer mismo- con el que uno nunca sabe a qué carta quedarse y dispuesto al papel de sumiso lacayo cuando convenga, nada puede extrañar que el avieso y frenético nacionalismo catalán agite cada día con más ímpetu, insolencia y desvergüenza sus ilegales pretensiones soberanistas. Una vez más como en 1641, en 1873 con la Primera República o en 1931 y 1934 con la Segunda, los independentistas aprovechan un momento de debilidad manifiesta del Estado para emprender su infame intento secesionista.

Diversas y no menos ignominiosas circunstancias avivan los inquietantes acontecimientos. Por un lado el solapamiento de una corrupción de magnitudes escandalosas -el famoso tres por ciento, una de tantas-, y por otro, sospechosas connivencias y una complicidad de unos medios informativos propios y de otros que, críticos con el gobierno, soslayan evidencias culposas más que notables, bogando entre dos aguas. Unos y otros en ese lado turbio e hipócrita que, con tal de atacar al Gobierno, ocultan evidentes falsificaciones de la Historia, tropelías políticas de toda laya e incontestables fechorías administrativas.

Una vez más estamos ante "el tinglado de la antigua farsa", ahora en un escenario callejero con un cortejo integrado por supuestos voluntarios, palmeros y corifeos, adalides del servilismo y estómagos agradecidos, encabezados por un protagonista envanecido, petulante, en grotesca levitación -entre la altanería y el victimismo-, retador y provocativo, Artur Mas, responsable de "la ruptura de las reglas del juego democrático", como dijo el fiscal. Un espectáculo que propende a la más ridícula comicidad y patetismo con resonancias del más viejo y extremado nacionalismo y con manifiesta desobediencia y desacato. Uno de esos nacionalismos de los que Mario Vargas Llosa en su libro El sueño del celta en boca de uno de sus protagonistas, afirma que "son un retroceso hacia el provincialismo, el espíritu de campanario y la distorsión de los valores universales".

Es inaceptable que los nacionalistas catalanes con su eterno discurso impostor, siempre dispuesto a la doblez interesada y egoísta, hablen de traición a la Constitución -recordemos la rectificación del art. 135- siendo ellos los que a diario la burlan e incumplen negando, entre otros incalificables desafueros, la cooficialidad del español como idioma vehicular, aferrándose a su inmersión lingüística con su habitual jerga victimista y paranoica, negándose a acatar las leyes del Estado de Derecho. Y ahora anunciando un referéndum incuestionablemente ilegal, inadmisible en la Constitución. Recuérdese la decisión del gobierno de la II República en 1931 a la que algunos tanto invocan.

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