La otra orilla

víctor rodríguez

Imperfectos

La búsqueda de la perfección se ha convertido en un lastre para nuestras vidas. En cualquier círculo en el que nos movamos, vamos a querer sondear cuán perfecta es nuestra existencia en comparación con la de los demás, cuán perfectos son nuestros hijos con sus machaconas horas de Conservatorio o de entreno para llegar a ser virtuosos del violín o del balón, contaremos hasta la extenuación nuestros exóticos viajes, decoración de la casa, proyectos laborales, hasta la prejubilación de nuestros padres, que disfrutan de una segunda juventud viviendo en la playa y están estupendamente de salud para su edad.

Tanta perfección me abruma, me asfixia, me aplasta, porque no deja resquicio a todo lo feo y lo sucio de lo que estoy rodeado, a todo lo feo y sucio que me veo cuando nadie me ve. De las fotos idílicas se caen los niños con discapacidad, los repetidores y disruptivos, los barrios alejados, las calles con socavones, los achaques, las arrugas, las carnes fofas, los finales tristes por el cáncer, los vecinos ordinarios, la basura tirada en el suelo… en general, la cara B de nuestras vidas, de nuestras ciudades, con su suciedad, chabolas, fosfoyesos.

Y es en lo feo y en lo escondido, que no queremos que se nos note y lo intentamos disimular, donde precisamente guardamos nuestra esencia, nuestra humanidad. Solemos decir que los errores son humanos y eso es un gran regalo que se nos hizo, lástima que no lo practiquemos mucho. Decir "no sé", "no puedo" e incluso "no quiero" son válvulas de escape para emborronar los espejos que siempre nos quieren sacar favorecidos.

Hoy, Domingo de Resurrección, ponemos por delante todo a lo que no somos capaces de llegar, y fijamos la mirada en el sepulcro vacío y reconocemos que la Historia de Jesús fue la de un fracaso, rodeado de torpes, egoístas y cobardes como fueron sus seguidores, incluso los más íntimos, como Pedro. Y es ahí precisamente, donde Dios pretendió encarnarse. Lo que muchos desecharon, se convirtió en la piedra angular. Hoy me paro para dar gracias de estar harto de todo aquello que me gustaría cambiar y no puedo, y me quedo con la reinterpretación del Evangelio: sed imperfectos como vuestro Padre Celestial. No se me ocurre otra manera de lucha y transformación que asumiendo mis limitaciones, para inmediatamente, ir en busca de quien me necesita, aunque sea sin querer.

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