Iberismo

Para quienes compartimos el viejo solar de Hispania no cabe imaginar otro horizonte que el de una feliz convivencia

Como afirma el profesor Arturo Casas en su prólogo a la reedición de una obra clásica sobre la historia comparada de las literaturas española y portuguesa, Pirene (Athenaica), de Fidelino de Figueiredo, la cuestión del iberismo ha sido abordada con mayor enjundia teórica por nuestros vecinos occidentales, pero a la vez ha interesado más en España que en Portugal, donde la desconfianza hacia los empeños integradores, aun cuando fueran planteados en los términos de una libre asociación entre iguales, llevó a calificar como poco menos que traidores a los partidarios de la unidad ibérica. Dicen al parecer las encuestas que estos abundan en ambos países, pero el rechazo es asimismo considerable y lo cierto es que las tentativas de uno u otro lado por estrechar lazos más que evidentes no han superado nunca los recelos mutuos.

Surgido del deseo de independencia tras la invasión francesa, reforzado tras la unificación de Italia y Alemania y estimulado, ya en las postrimerías del siglo, por la percepción de un declive compartido, el iberismo alcanzó especial resonancia en el XIX y no extraña que su formulación, por lo demás cambiante, fuera deudora de una visión historicista apoyada en los conceptos románticos referidos al genio o el espíritu de los pueblos, que en el caso de los peninsulares apenas pueden invocarse sin aludir a la dimensión ultramarina. Más que en la utopía de la gran Iberia, sin embargo, históricamente defendida por monárquicos, liberales, republicanos, socialistas o libertarios para ganar peso político, enfrentar el despotismo o resolver el problema de la articulación territorial, el gran legado del iberismo se sitúa en el ámbito de la cultura y es ahí, desprovisto de ensoñaciones imperiales, donde merece ser actualizado.

Del lado español y hasta bien entrado el siglo XX, antes de que las respectivas dictaduras rebajaran el discurso iberista a una retórica vacía, notorios lusófilos como Clarín, Valera, Menéndez Pelayo, Unamuno, Maragall, Valle, Ramón, Giménez Caballero o Carmen de Burgos abundaron en la idea de una fraternidad esencial que no precisaría de mayores vínculos institucionales -tanto más innecesarios en la era de la comunidad europea- para ser efectiva y fecunda a ambos lados de la Raya. Sentir el arte o la literatura de Portugal como cosa propia, apreciar en lo hondo sus ciudades, sus paisajes o sus gentes, conmoverse ante sus dificultades o asumir sus esperanzas es algo tan natural para quienes compartimos el viejo solar de Hispania que no cabe imaginar otro horizonte que el de una íntima convivencia.

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