Era incapaz de acostumbrarse al odio. Por más años que pasaran. Todo lo demás podía soportarlo, siempre había sido una luchadora, no le gustaba resignarse: por esa misma razón decidió salir de su país y cruzar medio continente, embarazada como estaba, agotando los poco recursos que su familia había ahorrado. Le dolió dejar a su padre atrás, un pescador que ya no podía pescar porque los grandes barcos llegados de Europa habían esquilmado los caladeros. Le dolió dejar a su madre atrás, a la que cada vez costaba más trabajo encontrar algo de harina, leche y fruta para poder poner en la mesa. Pero emigró y consiguió cruzar el Estrecho.

Y consiguió encontrar un trabajo. Y consiguió escolarizar a su hijo. Y tener una vivienda bastante digna. Y empezó a enviar dinero a casa. Y consiguió aprender el idioma. Y consiguió incluso hacerse amigas en su nueva vida. Y consiguió por fin tener los papeles que certificaban su nueva residencia. Todo eso consiguió porque era una luchadora, y no le importaban los retos, y no le amedrentaban las dificultades. Pero de todas las dificultades que se le habían cruzado en el camino en todos esos años la que era incapaz de digerir era la del odio, porque le parecía absurdo, estéril, innecesario, inexplicable.

Había encontrado odio desde el principio, en frases hirientes, en miradas, o directamente en insultos. Es cierto que no eran muchas las personas que le habían dedicado su odio. Pero es que no conseguía entenderlo: por qué alguien que, sin conocerla de nada, sólo por el color de su piel o su origen, la convertía en objeto de sus burlas o insultos. Y es que los roces, el desencuentro con algún compañero de trabajo o con los vecinos tenía sentido: no es posible caerle bien a todo el mundo y eso es parte de la vida, ser migrante no la convertía en una mujer perfecta, claro. Pero que alguien que jamás te ha visto, que no conoce ni tu nombre, que ni siquiera sabe de qué país procedes, decida que eres una amenaza, o alguien despreciable, inferior o lo que sea… eso era difícil de gestionar. Mucho menos cuando veía ese odio dirigido a su hijo, un chiquillo de apenas seis años, que en absoluto podía hacerse cargo de su color de piel.

No encontraba, por más que lo había pensado, ningún argumento racional o medianamente sostenible para justificar ese odio. Y claro, le parecía irritante que dirigentes políticos y ciudadanos ilustres hubieran usado ese odio para sus discursos, para irritar a sus votantes y para legislar incluso.

Era una mujer luchadora, pero se hacía complicado luchar contra el humo ácido de las ideas inconsistentes.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios