No arriendo la ganancia a ninguno de los compañeros que trabajan en estos momentos en el gabinete de Felipe VI. Bueno, ni en ese, ni en ninguno; a todos les digo que jamás quisiera lidiar con un periodista como yo, pero bueno, este caso es un poco especial. Lo digo porque ¿cómo se le dice a una persona que no está acostumbrada a hacer caso a nada, ni a nadie, que está metiendo la pata? Con la monarquía me pasa como con los toros (lo siento, Paco), que he pasado de un desinterés manifiesto a una beligerancia moderada. Porque lo que no me puedo creer es que alguien se equivoque tanto y tantas veces seguidas.
La presencia del Rey emérito, desde el momento en el que hay que llamarle así, no es un asunto privado. Lo de irse de vacaciones y salir en los medios haciéndolo con la que está cayendo, está mal, sencillamente mal. Si a eso se le acompaña con el saludo habitual a quienes les filman, está todavía peor. Lo que no entiendo es por qué no hay nadie que se lo diga, aunque a lo peor sí se lo han dicho y como quien oye llover.
En pleno asunto Watergate, el senador de Tennessee Howard Baker, harto de seguir escuchando las barbaridades del presidente Nixon, lanzó las dos preguntas que se han convertido en claves a la hora de analizar cualquier caso de corrupción pública: "¿Qué sabe el presidente?" y "¿desde cuándo lo sabe?". Parece mentira, pero al actual monarca hay que exigirle lo mismo, entre otras cosas porque él prometió hacerlo en ese discurso de Navidad que todos dicen que ha sido espléndido, pero que pocos analizan. La transparencia es exactamente eso y hay millones de personas que siguen esperándola.
Nadie -hace falta ser o muy ceporro o muy analfabeto- puede discutir la importancia histórica del emérito. Tampoco el giro que su sucesor ha dado a una institución cuya imagen se deteriora a ojos vista. Lo que pasa es que a ellos les ocurre como a nosotros, los periodistas -salvada la natural distancia-, no vale con que un día escribiste un buen artículo; como en el último la cagues, tienes eso sobre tu cabeza por los restos y, todavía peor, es algo que tardarás en olvidar. Exigencia se llama. Al Jefe del Estado hay que pedirle lo mismo. No basta con sacar la mano a saludar al pueblo; hay que bajar la ventanilla y escucharle, aunque en los últimos días no le gustará lo que oiga. Y después actuar en consecuencia. Eso o leer El traje nuevo del Emperador, que tampoco le vendrá mal. Ni a él, ni a nadie, dicho sea de paso.
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