Horror contra horror

Las víctimas lejanas no perturban nuestra conciencia como los atentados en escenarios más próximos

El dramaturgo Alejandro Casona, desde La sirena varada (1932) hasta El caballero de las espuelas de oro (1962), fue quizá el autor más favorecido por el público en una trayectoria que empezó en la República, continuó en un exilio que le llevó desde México hasta Argentina y finalizó con su regreso a España, durante la Dictadura, cuando se iniciaba una etapa de desarrollo económico y se atisbaban los primeros indicios de la apertura del régimen franquista. En su obra La barca sin pescador, Ricardo, un empresario en apuros, se ve tentado por un caballero negro (el diablo), que le ofrece éxito en los negocios a cambio de que consienta la muerte de un pescador de un país remoto. El protagonista da su consentimiento para un crimen que no habría sido capaz de perpetrar cara a cara y que le parece menos perverso por el hecho de que no conoce a la víctima.

En los terribles conflictos bélicos que asuelan Oriente Medio, cada día hay quien asume la responsabilidad de las acciones que conducen a la muerte de seres inocentes. También son aquí determinantes intereses económicos difícilmente justificables, aunque el Comando Central de la Fuerza Aérea estadounidense afirme que los ataques que ordena "cumplen un umbral de proporcionalidad y necesidad". El Observatorio Sirio de los Derechos Humanos acaba de denunciar que un bombardeo ha matado a ochenta mujeres y niños, familiares de combatientes del EI. Se trata de víctimas lejanas, que no perturban nuestra conciencia y nuestra sensibilidad o lo hacen con menor intensidad y por un periodo de tiempo mucho más breve que, por ejemplo, los atentados terroristas que golpean en escenarios más próximos a nosotros, como los de Europa o del resto del mundo occidental.

Otra noticia trágica de los últimos días es la brutal masacre de 29 cristianos ortodoxos coptos que viajaban en autobús con fines tan pacíficos como una peregrinación religiosa. En nuestra cultura consideramos que las guerras y los asesinatos por motivos religiosos, que hace tiempo fueron también una lacra en Europa, son hoy nada más que un capítulo vergonzoso de nuestra historia. Pero podría resultar didáctico que hiciéramos un ejercicio de empatía imaginando el espanto de un hipotético atentado en el Camino del Rocío. El resultado debería ser un compromiso personal por una paz que se extienda incansable a toda la humanidad. Ninguna contribución al respecto es desdeñable.

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