Cambio de sentido

Horas de luz

Lo armonioso sería no llevarle la contraria a los relojes de sol, ponernos en paz y en hora con nuestro meridiano

Hay cosas -bastantes y de uso corriente- que continúan despertando en mí una especie de asombro adánico, de seriedad niña. El concepto año luz, pongo por caso, que une en sí términos -tiempo y fulgor- de los que poetas y místicas saben tanto como los físicos. El cambio de hora es otro de esos flipes que, a poco que se mire con ojo grácil, se convierte en puritica ciencia ficción: esto de que el 28 de octubre a las tres sean las dos tiene algo de viaje en el tiempo, de pequeño regreso al pasado. Estoy con quienes piensan que ya vale de toquetear las horas y que no es asunto menor reconciliar nuestros carpetovetónicos usos y husos. ¿Hora de Berlín o de Greenwich?, ¿horario de invierno o de verano? No sé ustedes, pero servidora tiene el tic-tac dividido.

Los cambios anuales de hora tienen algo de jet-lag en miniatura. El cuerpo y la mente tienen tiempos formidables, mucho más sofisticados que el de los pelucos. Me pregunto si, más que el cambio de hora, no nos causa más estrago vivir en España con una descompensación de una o dos horas -según sea invierno o verano- con respecto a la hora solar. Lo armonioso sería no llevarle la contraria a los relojes de sol, ponernos en paz y en hora con nuestro meridiano y adaptarnos al horario de invierno. Pero es aquí donde una -sé que no soy la única-manda al carajo la armonía y afirma que el horario de invierno causa un terrible impacto en el personal, no ya en lo físico sino en el ánimo: a mí, permítanme el oxímoron, me sube la bajona. A los fríos y cortos días de invierno se le restan horas de la tarde y se le añade oscurana a la oscurana. Entonces, todo se nos antoja noche oscura. En el artículo que Ortega escribió sobre el ideal vegetativo andaluz, el filósofo nos tilda de ser dóciles a nuestras "inspiraciones atmosféricas". En efecto, don José. Y a mucha honra. Quizá nos cuesta más que a gentes de otras latitudes prescindir de las tardes largas y sus destellos. Somos bastantes quienes -sin tener bares ni importarnos el negocio lo primero- preferimos que nos claree camino del trabajo pero salir con luz natural y gritos de chiquillería por las calles. De ahorro energético que no me hablen quienes en sus instalaciones congelan a la plantilla en verano y la sancochan en invierno, ni quienes aprueban que se den clases en barracones, ni quienes ignoran los sabios socaires de las culturas que poblaron esta tierra. Y, ni mucho menos, las eléctricas que nos cobran como oro las horas de luz.

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