Historietas

Los defensores de la nueva Reconquista no parecen haber ido mucho más allá de los tebeos de la posguerra

La retirada del ya famoso busto de Cadrete, dejando aparte el previo atentado estético del que hablaba ayer Luis Sánchez-Moliní, revela o confirma que los patriotas de la extrema necesidad, tan dados a la épica de cartón piedra, igualan a los nacionalistas periféricos en su lectura no sólo tendenciosa, sino caricaturesca e infantiloide de la Historia. Ignoramos la credibilidad de las fuentes que describen a Abderramán III, el fundador del Califato de Córdoba y artífice de Medina Azahara, como un árabe de rasgos nórdicos, pero el detalle, no improbable si su ascendencia era en parte vascona o hispanogoda, tiene escasa relevancia a la hora de definirlo como ilustre antepasado. Si el andalucismo más desnortado se empeñó en reivindicar el tiempo de la presencia islámica como un paraíso perdido, conforme a una fantasía compartida por esa retroizquierda que combina la irreprimible fobia hacia la religión católica con una sorprendente simpatía por los devotos musulmanes, los defensores de la nueva Reconquista no parecen haber ido mucho más allá, en sus burdas alusiones al periodo, de los pintorescos tebeos de la posguerra. Genéticamente, lo que antes se llamaba la raza es fruto de incontables cruzamientos a los que los naturales del lugar nunca hemos sido renuentes, pero sin tratar ahora del mestizaje, que nos honra, no hay duda de que incluso después de las dos grandes invasiones norteafricanas la mayoría de los andalusíes eran tan españoles -es decir, tan nativos del territorio que los latinos o nuestro Isidoro llamaron Hispania- como sus vecinos cristianos, rivales y a veces aliados en la dominación de la península. Una mínima familiaridad con el pasado permite saber que han sido frecuentes los episodios en que los conquistadores foráneos, aun apropiándose del poder e imponiendo su lengua y su cultura, representaban a una casta minoritaria con mayor o menor respaldo de la población autóctona, de la que tarde o temprano acabarían formando parte. En la misma piel de toro, fue así cómo los propios godos, ya romanizados, ejercieron su dominio en la Hispania posterior a la caída del Imperio de Occidente, pero tampoco por ejemplo los normandos en Inglaterra, aunque dejaran una profunda huella en el idioma, pasaron de ser una élite que después de siglos se fundiría con los originarios del país -con sus predecesores- hasta hacerse indistinguible. Es esa complejidad, que se pierde en las historietas, la que da su característico espesor a las viejas naciones europeas. Y la que hace que los españoles actuales podamos celebrar como propios tanto el admirable esplendor de los Omeyas como la espada -y la cruz- del rey don san Fernando.

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