Al igual que John Wayne o Errol Flynn, Charlton Heston fue uno de los actores preferidos de quienes a los diez años éramos ya cinéfilos empedernidos, pero no por sus dotes interpretativas -que las tenía-, sino por el cine en el que se especializó. Heston fue el protagonista de un puñado de las películas que más jaleé en mi niñez y adolescencia, vistas en televisión o en reestrenos, antes de que el mercado del vídeo doméstico acabara con aquella bonita costumbre. Recuerdo haber visto Ben Hur (1959) a principios de los años 80, tendría yo unos catorce años, en el granadino cine Aliatar, antes de que lo convirtieran en multisalas, antes de que le dieran, me temo, el cerrojazo definitivo, y fue una de las experiencias colectivas más emocionantes de las que guardo memoria: al final de la famosa carrera de cuadrigas en el gran circo de Antioquia (una de las secuencias de acción más vigorosas jamás filmadas) la platea entera se levantó para vitorear el triunfo de Judá Ben Hur y la derrota del infame Messala.

Al igual que Wayne o Flynn, Heston fue más una presencia que un actor -que lo era-, un paladín en la mejor tradición aventurera, custodio de unos valores éticos fundamentales, lejos de los príncipes reaccionarios de la escuela de Bruce Willis y otros de su jaez. El Rodrigo Díaz de Vivar incorporado por Heston en El Cid (1961) o el soldado abnegado de 55 días en Pekín (1963) son tipos íntegros, pero no de una pieza; tienen sus claroscuros y sudan lo suyo para conseguir sus propósitos, pues Heston supo dotar a sus personajes de cierto desamparo, como en El señor de la guerra (1965), que los hacía vulnerables, verosímiles. Al igual que Wayne o Flynn, decíamos, en las películas con Heston la acción giraba alrededor de su persona, pero no sabías bien qué le depararía la ficción, y así, como en El planeta de los simios (1967), Heston se plantaba en la pantalla derrochando cinismo y acababa convertido en víctima de una pesadilla apocalíptica cuasi kafkiana; si Gregorio Samsa amanecía transformado en escarabajo, el coronel Taylor despertaba en un mundo en el que los seres humanos, ¡horror!, estaban en un estado evolutivo un paso por detrás de los primates. Y es que los mejores personajes de Charlton Heston podían ser tipos reconocibles, pero nunca fueron previsibles.

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