Esto se lo dedico a ella y a todas las que en ella se sientan reflejadas, como a mi me pasó al verla. Era la mañana del Domingo de Ramos cuando llegamos al balcón donde todos los amigos nos reunimos para dirigirnos, después, a la calle en la que siempre presenciamos, en el mismo sitio y a la misma hora, el paso de la Borriquita. Ya en el salón se comenzaba a producir el emotivo proceso de vestir al niño con la nueva túnica que le hacía parecer estar lleno de caramelos: un muñeco, vaya. Cinco añitos tiene el mocete y la verdad es que pintaba para comérselo. Tan limpio, tan mono, tan chico, tan inquieto... Su Estación de Penitencia comenzó entre esos sofás cuando empezó a regalarnos los caramelos de su cesta que, por detrás, nosotros íbamos reponiéndole para que no se le acabaran antes de llegar a la Iglesia. Ella, una madre auténtica, cofrade y respetuosa con la tradición, vestía un elegante traje de colores alegres, altos tacones y porte impecable. Había ido a la peluquería para lucir perfecta. Se fueron de la casa dejando entre nosotros una estela de nervios y excitación ante las bullas que se avecinaban. No les volví a ver hasta horas más tarde.

Yo ya estaba, con mis amigos, apostada en la puerta de un bar donde la gente -mucha gente- pide su café y otras cosas que no se nombran, mientras se espera la llegada de La Borriquita ¡Ya vienen! Le escuché vocear al abnegado esposo y padre, inquieto por restablecer la cesta de caramelos que previsiblemente se habrían agotado en la primera hora de recorrido. Inquieto, digo, porque él preveía la cara que le iba a poner su mujer a la que le tocó el envidiable honor de quedar en la memoria de su hijo. Y, así fue. Pude ver a la madre con cierta dificultad debido al centrifugado de cabezas, madres, padres, padrinos, público, niños, bebés, carritos, silletas, caramelos, gritos, llantos, capirotes desparramados y los picos que siempre terminan en el ojo de otro despistado. Los tacones le obligaban a caminar como quien ha tropezado en lo alto de una cima y trata de evitar el darse de bruces contra el suelo. Su peinado había enloquecido mientras las mechas trataban de agarrase a su cabeza. Su vestido era una pelota encorvada porque su cuerpo, desde que salió de la casa, nunca pudo haberse erguido. Siempre estuvo mirando hacia abajo: pendiente de que el niño no se comiera todos los caramelos. Convenciéndole para que no se quitara el capirote. Ingeniándose argumentos para que aguantara una tramito más. Y el niño, aguantaba. Y ella, rota, escocida y harta, deseando acabar con esa penitencia.

Penitencia, querida Aurora, que tiene su recompensa en la adolescencia de tus hijos cuando les ves llorando ante la salida de su Virgen. Ese día, no te preguntes por qué lloran. Esa es nuestra herencia. Son nuestros herederos.

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