Dos mil ochocientos o tres mil años, quizás, nos separan de los primeros Juegos Olímpicos. Todo depende de que leamos a Hipias de Élide o a Eusebio de Cesárea. En el fondo, da lo mismo: ha pasado mucho tiempo, muchísimo, y esta es de las pocas cosas buenas que los modernos hemos sabido rescatar del pasado. Antiguamente, en las competiciones de Olimpia, se honraba a los dioses y se cultivaban el cuerpo y la mente, considerándolos un todo indivisible e inseparable. Parece que a los competidores se les exigía hablar griego -supongo que el presupuesto no daba para tanto traductor-, pero también parece que en los Juegos se admitía a cualquiera de cualquier lugar del mundo conocido y nunca se tenían en cuenta su procedencia, su piel o sus costumbres. Incluso se decretaba una ekecheiria o tregua olímpica, para que los conflictos bélicos se suspendieran y todo el mundo pudiera viajar sin riesgo y competir en igualdad de condiciones.

Todo esto -como tantas otras lecciones de la Historia- me fascina y por eso asisto, perpleja, a los debates actuales sobre la procedencia de los deportistas o su color o su nacionalidad. Cuánta miseria nos rodea. Cuánta mediocridad somos capaces de soportar. La grandeza del mundo griego nació de su capacidad de aprender del otro y respetarlo -incluso cuando el otro era un enemigo declarado- y la expansión del helenismo solo se consiguió tras un proceso de intenso mestizaje y aculturación. Ahora todo es más cortito, más pobre, más mediocre. Los Juegos Olímpicos ponen de relieve algunos de los mejores valores de nuestra sociedad: el talento, el esfuerzo, el trabajo en equipo, la solidaridad, el sacrificio, la compasión, la búsqueda de la superación permanente… pero también nos dejan ver nuestro lado más oscuro cuando dan lugar a comentarios racistas o sexistas o cuando la competición sana y legítima se ve infiltrada por el fanatismo nacionalista.

Ni en la antigua Grecia ni en nuestro mundo actual dejan los Juegos de ser un espejo que refleja nuestras fortalezas y también nuestras debilidades. A nadie mínimamente atento se le escapa que hay una jerarquía en el medallero que traduce también la estratigrafía del poder y del dinero. Es fácil comprobar que detrás del deporte hay también ideologías que lo utilizan para demostrar su propia validez. Hay un correlato entre determinadas prácticas deportivas y aquellas clases sociales que pueden costearlas y que las han convertido también en una demostración más de prestigio y distinción. Hay rebeldías de la pobreza que dan medallas a países depauperados. Ustedes ya tienen en su mente los ejemplos. Y, aun así, con todo lo que brilla y todo lo que avergüenza, la alta competición -lo reconozco- me hipnotiza, porque todo lo que se hace bien y para bien, lo haga quien lo haga, me reconcilia con la raza humana.

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