Pasó hace más de 30 años. Comenzaba una experiencia de vacaciones en Inglaterra que se prolongó más de diez veranos, en los que acudía a campos de trabajo para tratar de que el inglés no me sonara lo mismo que en el colegio. Paré en la localidad de Coventry y, de inmediato, comencé a dar la paliza como sólo yo sé hacerlo para visitar la fábrica de Jaguar. Soy un apasionado de los garajistas ingleses, una generación de locos y genios que en cobertizos a los que uno no se acercaría ni aunque lloviera, crearon una serie de automóviles irrepetibles y, todavía más, una tradición que hay que estudiar si uno quiere entender la pasión que desprenden por el automóvil y por qué hay tantos equipos que tienen su sede allí.
Mi visita se quedó en un intento, toda vez que tendría que haber pedido permisos hasta en el Palacio de Buckingham. La alternativa fue visitar el museo del Transporte de la ciudad. Extrañado por mi procedencia, el vigilante del mismo me acompañó por las distintas estancias. Mi actitud al ver el Jaguar E, sin duda uno de los coches más bellos jamás fabricados, le convenció de que merecía la historia de Duncan Hamilton y me la contó.
En 1953 era uno de los favoritos para ganar las 24 horas de Le Mans. Su Jaguar C se clasificó para la carrera junto a su compañero Tony Rolt. Los jueces en las verificaciones, comprobaron que había un problema con su dorsal y lo descalificaron. Horas tardó el equipo en convencerles de que no hubo mala fe y que lo readmitieran. Cuando fueron a buscar a Duncan para contarle que podía participar, lo encontraron en un bar, tan borracho como sólo un irlandés sabe hacerlo, dispuesto a doblegar con whisky la desgracia que tenía encima. Como pudieron lo llevaron al coche y tomó la salida. En el primer repostaje le dieron un vaso de café para que se le pasara la melopea que llevaba en todo lo alto. En la vuelta siguiente volvió a parar para decir a su equipo que el susodicho le daba ganas de vomitar, así que lo cambiaron por un vaso de coñac francés, cuya dosis fueron repitiendo a lo largo de toda la carrera, noche incluida. Iba tan perjudicao que en una de esas paradas tuvieron que quitarle del casco lo que quedaba de un pájaro que impactó contra su cabeza (eran coches sin techo) y del que no se había dado cuenta.Ganó la carrera. Durante toda su vida trató de desmentir esta historia, aunque nadie más lo refrendó porque era cierta.
Eran otros tiempos. Unos en los que la épica era más importante que la ingeniería, donde el valor no era algo que se suponía y donde los héroes siempre tenían la recompensa final. Enorme Duncan Hamilton.
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