Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
Los afanes
Entre los años 1921 y 1923 se publicaron una serie de libros de gran importancia y mayor repercusión. El Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein apareció en 1921. En ese año también se publicó Psicología de las masas y análisis del yo de Sigmund Freud. Quizá 1922 sea un año culmen, aparecieron libros de la talla de Ulysses de James Joyce, La tierra baldía de Eliot, Trilce de César Vallejo, Economía y sociedad de Max Weber, Noche fantástica o Carta a una desconocida de Stefan Zweig o España invertebrada de Ortega y Gasset. En 1923 se publicaron Elegías a Duino de Rilke o Fervor de Buenos Aires de Borges. El proceso de devastación que sufrió el mundo tras la primera guerra mundial y el sentimiento de hastío quedaron reflejados en las obras de muchos autores, en la literatura, en la pintura, en la música, en las artes en general. Son el mayor reflejo creativo de una terrible experiencia.
En los momentos actuales nos encontramos en un proceso diferente, no obstante, el arte sigue siendo el reflejo permanente de la sociedad. Una sociedad dividida, una sociedad en la que escasean los líderes mundiales, donde la función de crítica, que debería ser protagonista, se limita a abanderar mediocridad y basura. Una de las habilidades que más respeto ha promovido en el pasado, la crítica, es ahora un enorme saco de excrementos indeseables. La función de comunicación y de orientación ha dado paso a la baja calidad permanente. En España no existe la crítica como tal, tan solo observamos o un halago desproporcionado y sin fundamento o una enumeración de insultos que ha perdido el respeto al ser humano.
Nuestra literatura es banal y por ello la crítica es insustancial. Antes, la aparición de una reseña en un suplemento literario era capaz de promover la venta de un puñado de libros de ese título, ahora pasa desapercibida. El lector confía más en las redes sociales y en las recomendaciones personales que en la propia crítica. Pero es así porque la crítica literaria ha perdido el fuelle. La ausencia de sentido común, motivada por el interés personal, hace que seamos incapaces de comprender, por ejemplo, las respuestas de Maduro ante un flojo y espeso Jordi Évole, e incluso lo que es peor, incapaces de entrar en razón con las declaraciones de Puigdemont en Bélgica.
Sandeces, el mundo se ha llenado de sandeces, de necedades, de vacíos. Y no tenemos a nuestro lado a los Joyce o Eliot que nos alimenten con lo contrario en tiempo real.
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