Mi abuela Emilia no fue realmente antifranquista hasta el 8 de junio de 1969. Hasta esa fecha, quizás porque no procedía de un entorno ideologizado o porque había vivido muchos años en Tánger, ahorrándose las tensiones de la Segunda República y el espanto de la Guerra Civil, nunca se había posicionado políticamente. Sin embargo, ese día, viendo que el dictador cerraba la verja de Gibraltar, que la separaba cruelmente de su familia y que condenaba a su pueblo a un hundimiento económico sin precedentes, decidió que no quería a Franco ni en pintura. Ella nunca entendió que una decisión política arbitraria pudiera generarle tanto dolor sin que al responsable se le moviera un pelo de su escasa cabellera. Y todo por algo que había sucedido dos siglos y medio atrás: ¿qué tenía que ver ella con esa gente de principios del siglo XVIII, con una guerra entre habsburgos y borbones y un tratado firmado en Utrecht?

De alguna forma, mi abuela Emilia -tan inteligente como poco letrada- ya intuía que, cuando se mira con perspectiva histórica, esto de las fronteras no deja de ser una convención aleatoria, un instrumento político de enorme utilidad argumental y, sobre todo, un conjunto de rayitas trazadas en un mapa que cambian continuamente a golpe de guerras y acuerdos diplomáticos. Mi abuela Emilia no sabía nada de esto, pero sí supo que las fronteras pueden hacer mucho daño y que el 8 de junio de 1969 alguien en un despacho madrileño había destrozado su vida y la de miles de personas como ella.

En estos días, más de medio siglo después, una señora de Alicante ha venido de visita y ha vuelto a proponer que se adopte la misma decisión que ya adoptó la dictadura: qué gran casualidad. Se ve que le importa bien poco que la Historia ya haya demostrado que aquello fue un error de dimensiones garrafales que aún pagan los campogibraltareños de a pie. Se ve que le importa bien poco que las familias vuelvan a verse divididas y separadas. Se ve que no le importa nada que la convivencia se vuelva a hacer añicos. Se ve que necesita que haya perro, para que haya rabia.

Estoy segura, no obstante, de que a la señora alicantina esta propuesta le habrá servido para amarrar un poco más un puñado de votos fanáticos dentro de su partido. También estoy segura de que, en su ignorancia supina, aún no sabe que ha empezado a fabricar unos cuantos de miles de Emilias que algún día la esperarán en las urnas. Con todo, como ella anda siempre pidiendo coherencia a los demás, voy a esperar pacientemente a ver si también un día de estos visita Olivenza y propone su devolución a Portugal. Que, después de todo, también nos la quedamos los españoles hace 220 años, después de una guerra absurda en la que le pegamos semejante dentellada a la admirable nación vecina.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios