Me cuentan que las paredes del patio de la casa de Julieta en Verona están repletas de chicles, masticados y pegados allí por los visitantes, que luego se hacen su correspondiente selfie. Incrédula, recurro a San Google y puedo confirmar la existencia de ese muro multicolor, plagado de notas con nombres de enamorados, fechas, iniciales… La imagen me recuerda la moda de colgar candados en los puentes de medio mundo, como símbolo de amor eterno, que a punto estuvo de derrumbar la barandilla del Puente de las Artes en París. Una práctica tierna e inocente que, por una cuestión de escala, se convierte en destructora cuando se generaliza. Lo mismo ocurre con la costumbre de apilar piedras en forma de pirámides que prolifera en las playas de Baleares y Canarias, y amenaza, según los ecologistas, con arruinar los ecosistemas costeros.

Detrás de estas modas insólitas está la perentoria necesidad de imitación que nos define como personas, y que según los psicólogos es clave para la socialización en algunas etapas de la vida. Pero también se revela otro impulso fundamental de la conducta humana: el esfuerzo, consciente o inconsciente, por permanecer, por ser recordados. Tanto el pegajoso muro de chicle como el fortificado puente de candados o las miles de piedras apiladas pueden interpretarse como signos de permanencia, un dejar constancia de que "yo estuve aquí". Una forma simbólica de negar y trascender nuestra mortalidad.

Preguntarse qué hacemos frente a la muerte, y más en una semana como esta, constituye un imperativo absolutamente básico. Desde la dificultad para asumir nuestra finitud, hay muchas respuestas que consisten en revolverse y matar: dominar y explotar al otro, en cualquiera de sus variantes; acaparar recursos, conquistar, esclavizar. Por el camino dejaremos incluso vestigios para perpetuarnos simbólicamente, más allá de los límites del sentido común y del medio ambiente. Pero también se puede responder con compasión, solidaridad, respeto, responsabilidad. En esta visión descentrada lo importante no es lo que cada uno gana, sino lo que aporta. Llevamos en nuestras vidas algo de lo que fue y contribuiremos a formar parte de lo que será. Para cultivar esa conciencia no hace falta imitar comportamientos grotescos, sino más bien preservar los valores que nos hacen sentirnos interdependientes: cuidar lo frágil, hacer las paces con la naturaleza, acoger al diferente. Y aceptarnos, en fin, como los vulnerables seres mortales que somos.

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