la tribuna

Rafael Caparrós

Franco redivivo

SI una imagen vale más que mil palabras, ninguna podría expresar mejor el tiempo histórico que estamos viviendo que la genial instalación Always Franco del artista español Eugenio Merino, recientemente expuesta en ARCO, que presenta una estatua hiperrealista del dictador dentro de una máquina expendedora de refrescos.

"Franco sigue siendo noticia, no ha desaparecido. Está más de moda que nunca con la ley de Memoria Histórica, Garzón y el Diccionario Biográfico Español", explica Merino, que nació unos meses antes de que el Generalísimo muriera. "Franco en una nevera es la imagen de su permanencia en nuestras cabezas", concluye.

Ahora bien, ¿qué significa realmente esa pretendida permanencia del franquismo, casi cuarenta después de la muerte física del dictador? ¿Acaso no hicimos los españoles una transición a la democracia ejemplar, según tirios y troyanos? Es cierto que con la Constitución Española de 1978 culminó la transición jurídico-política del Régimen franquista a una democracia representativa encabezada por una Monarquía parlamentaria. Pero otra cosa es que podamos afirmar que haya culminado la transición cultural a la democracia en España, es decir, que se haya instaurado entre nosotros una cultura política auténticamente democrática.

Por el contrario, en España sigue estando plenamente vigente un amplio conjunto de pautas de conducta, valores, hábitos, ideas, creencias y otros elementos psico-sociológicos -lo que Linz, siguiendo al sociólogo alemán Theodor Geiger, llamó "mentalidades"- propios de una cultura autoritaria. Unas mentalidades que son en gran medida compartidas de manera más o menos consciente por quienes gobiernan y quienes pretenden llegar a gobernar, así como por la mayoría de los gobernados.

Y es que, al igual que el nazismo alemán o el fascismo italiano se esforzaron en construir socialmente "personalidades autoritarias", como pusieron de relieve magistralmente las investigaciones sociológicas de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Reich, etc.), el franquismo, instalado en unos valores e ideales dogmáticos, precapitalistas, premodernos y contrarreformistas -los del llamado "nacional-catolicismo"-, consiguió legarnos a la mayoría de los españoles una "mentalidad autoritaria", que tiene y seguirá teniendo todavía múltiples manifestaciones culturales y políticas en la España actual, sin que hasta ahora los sucesivos gobiernos democráticos hayan hecho mucho por erradicarla o superarla.

Así, por ejemplo, en no pocas esferas de la política y de la propia vida cotidiana de la sociedad española siguen imperando el "porque sí", o el "porque lo digo yo", como única justificación de conductas o de pronunciamientos. Y no me estoy refiriendo ahora sólo al ámbito de lo político -donde es ya proverbial, por ejemplo, el antidemocrático funcionamiento interno de todos los partidos políticos-, sino al del trabajo, al de la familia, al de la calle, etc., por no mencionar a otras instituciones señaladamente autoritarias, como la Administración de Justicia.

En las relaciones paterno-filiales, en las relaciones conyugales, en las relaciones laborales, incluso en las relaciones entre amigos o vecinos, los españoles seguimos siendo demasiado proclives a la utilización de recursos dogmáticos y/o autoritarios, e incluso violentos, en nuestra vida cotidiana. Como lo demuestran, por ejemplo, los exabruptos, los insultos y los comportamientos histéricos, -en lugar de recurrir a la racionalidad, la paciencia y/ o la tolerancia-, que con demasiada frecuencia presiden las discusiones y enfrentamientos entre conductores españoles con ocasión de los incidentes provocados por el tráfico rodado.

De este modo, la democracia se ha visto reducida muy pronto a mero procedimiento electoral de reclutamiento de las élites políticas dirigentes en un contexto partitocrático -uno de los problemas políticos más graves heredados de la Transición es el excesivo peso de los partidos en España, y, en consecuencia, la lógica política democrática ha sido secuestrada y empobrecedoramente reducida a lógica partitocrática-, por lo que el resultado final es la total ausencia entre nosotros de auténticos "valores democráticos".

Valores tales como la absoluta primacía del diálogo racional, la tolerancia, la compasión, el rechazo de la violencia, la aceptación del carácter relativo de toda verdad política, la razonabilidad, el respeto al discrepante -que no es nunca un enemigo, sino un eventual adversario, que debe disfrutar de sus derechos democráticos incluso encontrándose en posiciones minoritarias-, la sincera y profunda aceptación del distinto y de lo distinto, serían sólo algunos de estos valores democráticos que, en general, brillan por su ausencia en la práctica política real de nuestra defectiva democracia actual.

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