¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Felipe VI 'El Discreto'

El discurso del Rey fue oportuno y necesario. Aburrir es una de las obligaciones de un monarca

Su abuelo, el Conde de Barcelona, decía de él que era más Grecia que Borbón, en alusión a su talante tranquilo, muy diferente al carácter alegre y castizo -entre parisién y madrileño- de los vástagos hispanos de la flor de lis. El discurso de la pasada Nochebuena lo confirmó: no esperemos de Felipe VI emociones fuertes, de esas que ya nos sirven a diario Trump, Putin o Pablo Iglesias. Si siguiese aún vigente esa costumbre de darle sobrenombres a los monarcas, nosotros lo tendríamos claro: El Discreto, el cual siempre sería más llevadero que el que le tocó sufrir al desdichado Enrique IV de Castilla.

Cierto es que los discursos reales, al igual que los pregones, son un género literario imposible, el gran imperio del lugar común y el eufemismo, donde toda palabra, toda coma, está pesada y pensada para apenas levantar polvo. Pero, además, en Felipe VI se advierte una clara voluntad de discreción, de grisura institucional que poco tiene que ver con el color bermejo que eligió para su pabellón. El Rey sabe que lo único que necesita el incendio español es un monarca metiche y salvapatrias; que una democracia, para que sea efectiva, debe ser aburrida y tediosa, ya que cuando la cosa política se pone divertida y jaranera todo acaba en revoluciones, repúblicas y tribunos de la plebe metidos a emperadores. Aburrir, por tanto, debe ser una de las principales obligaciones de un monarca.

El discurso del Rey fue como debía de ser: pasó muy por encima del tema catalán (sabe que ahora más que nunca es el momento del disimulo), nos riñó con Habsburgo afecto paternal por nuestra tendencia hispana a la trifulca política y a la intolerancia, pidió paz y unidad familiar, se acordó de los menesterosos y nos dijo que tenemos que ser más emprendedores -palabra mágica y obligada-. La escenografía, deliberadamente gris: un rincón de su despacho con libros intonsos, retratos familiares que representaban la continuidad histórica de la monarquía y una bandera de España que tapaba muy claramente a la europea. Y el estilo, para finalizar, deliberadamente profesional e impostado, muy lejos de la dicción desaliñada y amateur de su padre, el viejo Señor de la Zarzuela. Pero eso ya es ponernos pejiguera. Lo que queríamos decir es que el discurso tuvo un tono acertado, en el sentido de que supo reproducir la atmósfera de vuelta a la normalidad que se respira actualmente en la vida política española. Larga vida a Felipe VI El Discreto.

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