Extremos

Sobran redentores y salvapatrias y hace falta más gente dispuesta a entenderse con el vecino

En la vida real todos o casi todos, con la posible excepción de los encallecidos militantes de cuota y argumentario, tenemos parientes o amigos de muy distintas sensibilidades y no es o era concebible que nadie se distanciara de ellos por diferencias ideológicas, como hemos leído que ha ocurrido en algunas familias catalanas a las que el famoso proceso, un ejemplo claro de fractura civil inducida, ha separado para siempre. Salvo en situaciones de profunda confrontación, que tienden a establecer divisorias o líneas rojas entre bandos enemigos, las sociedades están formadas por gentes de lo más diverso que pueden convivir perfectamente sin necesidad de compartir las ideas políticas o los códigos morales, aplicando nociones básicas como la educación, la tolerancia y el respeto a las minorías. La voluntad de convivencia es de hecho el pilar de cualquier democracia y se resiente cuando una parte de la población se considera con derecho a imponer al resto su visión de las cosas, en lugar de pactar, como es la práctica en los tratos individuales, unos mínimos que siempre, si van orientados al bien común, son susceptibles de ensancharse. Compartimos mucho más de lo que parece a primera vista y el buen político no es el que mantiene un discurso rocoso para complacer a los suyos, sino el que sabe buscar el acuerdo con los diferentes y tiene en cuenta que incluso alcanzando la mayoría -esta nunca es absoluta, pese a la frase hecha- no le es dado hablar en nombre de la comunidad entera. Tomada del imaginario bélico, la retórica frentista no se caracteriza por el contenido, que de hecho varía según las posiciones, sino porque persigue escenificar una batalla de trazas apocalípticas, donde quienes creen tener la razón se desentienden de las ideas y acaban arremetiendo contra las personas. Esto ocurre por igual en los dos extremos del arco, que no por casualidad, como enseña la Historia y vemos que vuelve a suceder ahora, pescan en los mismos caladeros. Pocas diferencias hay en la base social que ha apoyado en todo el mundo los discursos radicales contra el sistema o el orden instituido, que como en los años treinta se presenta como un odioso cambalache ajeno a los verdaderos intereses del pueblo. Los extremos se necesitan y retroalimentan e incluso a veces, como observamos en otras latitudes, se alían abiertamente en su estruendosa impugnación de la vieja política. Casi sin darnos cuenta, el aire se ha envenenado, proliferan los odiadores y una indignación difusa, que puede salir por cualquier parte, ha despertado a los demonios que parecían arrumbados. Sobran redentores y salvapatrias y hace falta más gente dispuesta a entenderse con el vecino.

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