HACE un par de semanas di una escapada a la hermosa y decadente Roma en pos de una desconexión imposible. Por todas partes había llamativos carteles que anunciaban la celebración de un congreso y una posterior manifestación, convocados para el 1 de marzo, con la participación de los primeros líderes de la ultraderecha europea, entre ellos los mandamases de la Democracia Nacional española y el Amanecer Dorado griego. El lema escogido para la movilización era Europa renace. Afortunadamente, yo volví a casa justo la jornada anterior, el Día de Andalucía; así que me ahorré la posibilidad de encontrar tan desagradable aquelarre en las orillas del Tíber. Pero los carteles, como contaba, empapelaban muros por doquier, en los aledaños de Piazza Navona, en el entorno del antiguo Foro, a las puertas de la sinagoga en el Gueto. Allí estaban los adalides del euroescepticismo reclamando una Europa a su medida, libre de intrusos. Una Europa cruel y sanguinaria, además de mítica y febril. Esa misma Europa que otros pidieron en anteriores ocasiones, y que tuvieron de hecho al alcance de la mano. Así que aquellos carteles también constituían el motivo decisivo para no dejar a Europa en las bocas de tales desalmados. Para pedir otra Europa. Una que sea de todos.

Cunde entre los gerifaltes de la UE la preocupación por el avance de las posturas euroescépticas en los órganos de representación de la Unión. Que, apenas medio siglo después, tanta gente no se limite ya a encogerse de hombros, sino que considere a la Europa actual un obstáculo, cuando no un enemigo, obedece, claro, a otro medio siglo de políticas nefastas, decisiones erróneas, incapacidad (¿desinterés?) manifiesta de reconocer los problemas de los europeos (sirvan las tragedias en el Estrecho vinculadas a la inmigración ilegal como ejemplos decisivos) y la aniquilación de casi cualquier opción de unión real con tal de ganar un colosal entramado burocrático. Esto ya lo sabemos. Pero no debería hacernos olvidar que hay no pocos tiranos, piratas, racistas, perturbados y criminales dispuestos a aprovechar el mínimo viento a favor para hacer con Europa lo que les dé la gana. Y también sabemos en qué consiste esto.

Digámoslo rápido: cualquier proyecto europeo hecho a espaldas de la idea de Europa como unidad cultural no será más que otro parche. No existe patrimonio común de todos los europeos más rico que la cultura, el arte y el pensamiento, derechos humanos incluidos. Con el negocio exprimido, convendría dar a la evidencia una oportunidad. Aunque sea, Señor, de cara a las elecciones.

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