Elogio (tímido) de Rubalcaba

La derecha jamás le perdonó su oportunista intervención en los días trágicos del 11-M

La inesperada muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba nos ha traído de repente un aluvión de elogios sobre la figura del veterano político socialista, en la línea excesiva que viene caracterizando la vida política de este país. Rubalcaba era un buen político: hábil, inteligente, buen orador, con ese punto de cinismo tan propio del progre bien educado que menudeaba en los últimos tiempos del felipismo. Aunque la derecha jamás le perdonó su oportunista intervención en los días trágicos del 11-M, en el fondo nunca dejó de quitarle el papel de socialista serio de la vieja guardia, consolidado con su necesaria colaboración en la exquisita tramitación de la abdicación de don Juan Carlos, hábilmente conducida entre Rajoy y González.

Por todo esto resulta inobjetable su aportación a la política española de los últimos años, y no seré yo quien agüe ninguna fiesta, aunque sea funeraria, pero tampoco es cuestión de subir a los altares de la política a quien ha sido sobre todo un digno servidor de ésta, lo cual no es poco. Rubalcaba fue ministro del Interior, y como todos los demás ha contribuido junto a los cuerpos de seguridad en la titánica lucha contra el terror, pero no ha sido él el que ha acabado con la banda terrorista ETA. Ha sido ministro de Educación e impulsor de la Logse, y seguro que intentó por todos sus medios en la línea de su maestro Maravall mejorar la educación de los niños, pero tampoco parece que el estado de la educación en España sea para otorgar demasiadas medallas. En sus últimos años fue secretario general del partido e incluso candidato a presidente del Gobierno, pero visto lo visto tampoco su paso ha calado demasiado en la actual nomenclatura socialista.

En realidad, todos tienen sus motivos para el elogio exagerado de la figura desaparecida. Los de su partido, para reivindicar esa socialdemocracia clásica tan del gusto del votante medio español, a dos semanas de otras elecciones. Sus adversarios políticos, para destacar aquellas facetas del homenajeado (el sentido de Estado sobre la propia ideología) que, denuncian, escasean en sus continuadores. Y todos los demás, para señalar donde proceda que cualquier tiempo político pasado fue mejor. Aunque puestos a elogiar, quizá el mejor homenaje fuera apartar los prejuicios y ponerse entre todos de acuerdo para apostar por lo mucho que nos une, y no en lo que nos separa.

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