Ellacuría: el terror, si se olvida, es dos veces terror

Yo era muy joven, pero aún recuerdo vivamente aquellas imágenes dantescas de los informativos en las que unos sacerdotes jesuitas aparecían asesinados, acribillados vilmente a balazos, sobre el césped de un pequeño patio de la Universidad Centroamericana de El Salvador. Con el tiempo -cosas de la vida-, he podido visitar aquel lugar. Estremecida ante el recuerdo de la atrocidad, he podido pisar el mismo suelo por donde hace más de 30 años corrió la sangre y donde ahora crece una pequeña rosaleda, convertida en lugar de homenaje y memoria. Rosas rojas y blancas para recordar la sangre derramada y la inocencia, para responder al horror con la belleza. Ignacio Ellacuría y sus compañeros solo cometieron el delito de ser gente buena, culta y buena; universitarios comprometidos con la justicia y con la paz en un país en el que el totalitarismo imponía la injusticia, el terror y la guerra; cristianos, en fin, que hacían lo que todo cristiano está obligado a hacer: estar de parte, siempre, de los débiles, de los que nadie ve ni escucha, de los que sufren. En ese pequeño y hermosísimo país, donde los volcanes tocan el océano y las montañas se cubren del verde más intenso que se pueda imaginar, ellos dedicaron su vida a denunciar la violencia y a clamar por un mundo más fraterno, más libre y más igualitario. Les mataron por ser molestos, por entorpecer las afrentas de un gobierno para el que la vida humana no tenía valor y que, sin freno, se había entregado a la lujuria del genocidio. Cerca de la rosaleda hay un pequeño museo en el que se exponen los objetos de los mártires: las ropas y las zapatillas manchadas de sangre; un diccionario perforado por las balas; un carnet; unas notas manuscritas; una cruz de madera… O, lo que es lo mismo, la imponente sencillez de la humanidad golpeada. El Salvador todavía es un país golpeado, en el que las heridas no acaban de cicatrizar y el sufrimiento no encuentra resarcimiento.

Tras la masacre, el jardinero Obdulio Ramos plantó los rosales. También él había perdido a su mujer, Elba, y a su hija de 13 años, Celina, ambas asesinadas junto a los sacerdotes en esa noche aciaga. Ellas pertenecían al servicio doméstico de la UCA y estaban allí, casualmente, sorprendidas por el toque de queda. Desde su rotunda inocencia, ellas simbolizan ese otro efecto colateral del terror que galvaniza la injusticia: morir sin causa, solo por existir, por cruzarse en el camino del asesino brutal.

En estos días, la Audiencia Nacional de España, 30 años después, ha declarado culpable a uno -solo uno- de los autores intelectuales del asesinato. Escasa y tardía reparación. A falta de una justicia plena, que el tiempo aleja más y más, debe mantenerse, al menos, la memoria. Porque el terror, si se olvida, es dos veces terror.

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