Distopía

Homúnculos, engendros animados o muñecos diabólicos inspiran hoy menos temor que las asépticas computadoras

Los llamamos robots desde que Karel Capec -o más bien su hermano Josef, a quien el escritor checo atribuyó el hallazgo- inventara el término a partir de una palabra, asociada en las lenguas eslavas al trabajo de los siervos, que se difundió internacionalmente tras el estreno en los primeros años veinte de una exitosa obra de teatro donde se planteaba el ya clásico motivo de la rebelión de las máquinas, pero tanto la historia como la mitología y la literatura anterior a la revolución industrial ofrecen múltiples testimonios de autómatas o ingenios mecánicos de aspecto humanoide que podían ser escalofriantes o adoptar, como en el maravilloso relato de Hoffmann, los equívocos y adorables rasgos de una muchacha ensimismada.

De algún modo la reiterada fantasía de los alquimistas, los hechiceros o los rabinos, que late en el trasfondo de tantas historias de ciencia ficción, se hizo realidad cuando escapó del ámbito de las tinieblas góticas o futuristas para incurrir, con trazos igualmente sombríos, en el de la tecnología no imaginaria, donde dicen los entendidos que ya está empezando a transformar nuestro mundo. Homúnculos, engendros animados o muñecos diabólicos inspiran hoy menos temor que las asépticas computadoras de rendimiento indesmayable, capaces de sustituir a decenas o centenares de operarios insatisfechos. Los entrañables fabuladores del siglo pasado imaginaban ejércitos de afanosos androides vestidos con llamativos esquijamas, pero la denominada inteligencia artificial no necesita encarnarse -salvo si se trata de complacer a los aficionados nipones- en pintorescos semovientes de lealtad siempre dudosa.

Se habla de brecha digital para aludir al abismo que separa a las personas familiarizadas con las herramientas informáticas de quienes por falta de recursos o de voluntad se han quedado al margen, pero el mero dominio de aquellas -los que lo anuncian parece como si disfrutaran con la perspectiva- no bastará para garantizar muchas de las actuales ocupaciones. Sería bonito que la extensión del trabajo automático, como soñaron los utopistas más ingenuos, propiciara una sociedad dedicada al ocio y los placeres, pero cabe temer que no sea ese el objetivo. En todo caso la obsesión por la productividad y un escenario laboral condicionado por el estajanovismo de máquinas insomnes no permiten augurar grandes alegrías. Llegados a este punto, lo deseable sería que los artilugios de la robótica se negaran a fichar y, a instancias o con el apoyo de los humanos no idiotizados, nos liberaran a todos de los programadores.

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