Mientras limpiaba la freidora oyó la noticia sobre el Día de Trabajo Decente. Algo había escuchado también por la mañana, en el autobús, aunque estaba muy soñoliento entonces. Pensó en ello mientras terminaba de recoger la cocina. Decente. Decencia. Vaya palabra. Él era decente. Su trabajo también: limpiaba mesas, cocinaba, barría, atendía a los proveedores… Solía llegar temprano al trabajo, era atento con los clientes y con sus jefes, protestaba lo justo, no había robado ni un solo euro en toda su vida, ni una propina despistada. En fin: se consideraba razonablemente decente. Tal vez su sueldo y su contrato ya no fueran tan decentes: apenas cubría sus necesidades y casi nunca coincidían las horas que ponía en la nómina con las que terminaba echando cada mes. Los jefes los había tenido de todas las leches. En términos de decencia muchos no superarían ni un mínimo test.

Le costaba pensar en un trabajo indecente. Hasta fabricar corbetas de guerra lo consideraba un trabajo decente, porque no hay nada más decente que buscarse la vida. Incluso la prostitución le parecía un trabajo decente, puestos a decir burradas. La indecencia será de los que abusan de las mujeres, trafican con ellas o creen que los cuerpos se compran y se venden. Estaba agotado: llevaba diez horas de pie. Tal vez ya nos pensaba con claridad. Pero lo estaba cabreando mucho eso de la decencia.

Porque había trabajado toda su vida. En muchos sitios distintos. Con contrato y si él. Ni siquiera le importaban las cifras que daban por la radio: el 20% de los contratos que se estaban haciendo eran de menos de 7 días, el 40% de menos de un mes. Pues claro, como el suyo: un mes y luego a la calle, para renovar a los pocos días. Y suerte que tenía contrato. Él conocía a los porcentajes, con nombres y apellidos, gente toda ella decente que estaban en manos de empresas indecentes, que hacían cosas indecentes para engordar sus indecentes cuentas de resultados.

Por fin chaparon, se despidió de los compañeros y se encaminó a su casa. Por la noche prefería andar, le despejaba, aunque sumaba cansancio al cansancio. Llegaría justo para acostar a los niños, y para descansar un rato en el sofá con su compañera, otra trabajadora decente. Y ni siquiera juntando sus dos sueldos conseguían salir de la pobreza esa de la que hablaba la radio: no podían hacer frente a gastos imprevistos, ni permitirse vacaciones ni nada que fuera más allá de pagar facturas y la hipoteca. Antes de que terminara el Día del Trabajo Decente se acostó. Y soñó con empresarios decentes, contratos decentes, horarios decentes, sueldos decentes…

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