La rocambolesca situación política que vivimos, desconcertante y absolutamente indeseable, no sólo acrecienta la inestabilidad sino que nos está sometiendo a circunstancias que avergüenzan a cualquier ciudadano que contemple la política con la normalidad y la regularidad de cualquier régimen democrático. Los incidentes del pasado miércoles día 21 demuestran claramente cómo a la Cámara representativa del soberano pueblo español han accedido personajes realmente impresentables e indignos, con todos mis respetos para quienes los hayan votado. Su demostrada actitud antidemocrática, su propensión al exceso verbal y lo que es peor, al insulto y a la injuria procaz y desalmada y mucho más si se acompaña de gestos despreciables, los descalifica definitivamente y deslegitima cualquiera de sus intervenciones. Sobre todo cuando, como es el caso, se trata de diputados que representan a unos partidos empeñados en quebrar la unidad indisoluble de España.

Pero todo esto es posible cuando el Gobierno y quien lo preside son rehenes de estos detractores de la ley constitucional y del ordenamiento jurídico, lo cual en un Estado de Derecho es inadmisible. Por eso, que en las circunstancias vividas el día mentado el presidente del Gobierno usara de artificiosos argumentos para no quebrar sus relaciones con ERC y no apoyara decididamente a su ministro, Sr. Borrell, en esa cínica equidistancia que viene articulando para mantenerse en el poder, es absolutamente indecoroso. Y lo es más cuando equipara tan lamentables hechos con la "crispación" que atribuye al presidente del PP, Pablo Casado. Alarman estos favores presidenciales cuando los apoyos independentistas son cada día más inciertos. Y llueve sobre mojado con la sorprendente destitución del abogado del Estado que se negó a retirar el delito de rebelión a los golpistas. Su efecto lisérgico ha sido fulminante.

Pero algunos llaman insultos a lo que es crítica a su acción de gobierno y en su afán manipulador y sectario lo atribuyen por elevación a su comunidad, convirtiéndolo en argumento de propaganda electoral, apropiándose de los símbolos como propios, encubriendo su carencia de proyectos y programas con alardes de patrioterismo regional y atribuyendo al contrario manidos apodos, trasnochados y enmohecidos denuestos. Y muchos se lo creen. Cuando la ambición por el poder a costa de lo que sea los domina, le dan una patada materialmente a la ideología. La presunta progresía, de la que tanto alardean muchos, especialmente la izquierda, se convierte en una siniestra paradoja, en un intolerable sarcasmo. En una etiqueta vilmente hurtada a otros que legítimamente son los auténticos progresistas sin adiciones espurias. ¡Los hados nos libren de extremismos y populismos de cualquier signo, de nacionalistas fanáticos y excluyentes, de frikis parlamentarios y de quienes quieren destruir nuestra legitimidad constitucional!

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