Vivimos tiempos convulsos en los que los discursos de corte populista cada vez ocupan más espacio dentro del debate público. La gama de grises ya no existe y habitamos en el maniqueísmo de los buenos y los malos, de los que tienen razón o no la tienen, de quienes están conmigo o contra mí. El lenguaje se simplifica a medida que quienes lo utilizan se hunden en el fango. Cómo hemos llegado hasta aquí sería muy largo de explicar, pero el porqué de la razón por la que profundizamos en esta situación es bastante más claro. Tiene los nombres y apellidos de nuestros partidos políticos y sus egregios representantes. Semana a semana vemos cómo estamos en manos de irresponsables, de inconscientes y de irreflexivos. La verborrea se impone al sosiego y la calma. El graznido se convierte en argumento de captación de adeptos. Hay quien se queja de Trump; otros, simplemente, vemos las noticias y pensamos en que lamentablemente eso es lo que nos está por llegar.

Hay actitudes que ayudan a que estas cosas ocurran. Un ejemplo es lo visto en una institución hasta ahora respetada como el Tribunal Supremo a costa del impuesto de actos jurídicos documentados en las hipotecas. Aunque pueda parecer lo contrario, el hipotecado es el que menos importa aquí. No se debate si hay que mejorar la situación del españolito crujido por impuestos y trampas sino quién debe pagar una tasa que hace 25 años ni siquiera existía. El ridículo del Supremo se califica por sí mismo y el oportunismo del presidente del Gobierno anunciando que serán los bancos quienes abonen ese dinero sería de carcajada si no fuera tan grave. Pedro Sánchez nos cree bambi y lo cierto es que esa inocencia ya la perdimos con Zapatero. No se quedan atrás los demás. Ni los que hablan de eliminar la tasa ni los que convocan manifestaciones alejadas de sus chalés. Todos juegan con pólvora ajena para enfangar el patio.

En el fango se ha querido meter también el PP al permitir a sus Nuevas Generaciones andaluzas una campaña vergonzosa de insulto al contrincante. A los populares les cuesta mucho digerir que en Andalucía son incapaces de ofrecer alternativas convincentes y viven empeñados en llamarnos tontos y, ahora, imbéciles. Quien haya permitido tal campaña debería hacérselo mirar pues una cosa es buscar la victoria por el debate y otra muy distinta por la ponzoña. En Andalucía hay elecciones dentro de tres semanas y hay muchos temas sobre los que debatir como para caer en la zafiedad, la grosería y, sobre todo, en la descalificación antidemocrática. Ponzoña por doquier.

Y en medio de esto está el ciudadano; machacaíto a impuestos, crujido por una crisis que no se va y que empieza a ver en los extremos del arco político la única salida a su realidad. Y no porque le convenza lo que le ofrecen en esas esquinas, sino porque está absolutamente asqueado de lo que le ponen ante los ojos los partidos que supuestamente defienden el bien del Estado. En un fin de semana en el que se ha conmemorado la infausta noche de los cristales rotos tengamos cuidado de no acabar rompiéndonos la cabeza entre nosotros. Que ése siempre ha sido un gran deporte nacional con pésimos resultados.

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