LAS comunidades de vecinos tienen mala prensa. Se dice que los vecinos son insolidarios entre sí; que discuten sin necesidad; y que procuran hacerse la vida imposible hasta el punto de negar autorizaciones para hacer cambios en las viviendas o para equipar mejor el edificio en beneficio de todos, sólo por fastidiar. Tan es así que yo, que nací y viví en una casa patio tradicional, fui avisada de todo esto la primera vez que me trasladé a un edificio de pisos. Es verdad que la legislación ha tenido que reforzar las decisiones colectivas frente a actitudes obstruccionistas de vecinos singulares.

Ahora dispongo de un apartamento en un edificio junto a otra cuarentena de aquéllos. No he tenido nunca el menor problema. Mis convecinos son de variada tipología. Algunos son propietarios desde antiguo; por tanto de cierta edad; y otros muchos son jóvenes alquilados de aspecto muy actual: llevan piercings, vaqueros muy caídos, y peinados, a veces góticos, a veces multicolor.

La verdad es que casi nunca tengo tiempo de charlar con mis vecinos. Pero cuando hay ocasión lo disfruto mucho. Por ejemplo, está Demi. Ella es una señora, en toda la extensión de la palabra. Es culta, melómana; viaja, lee, canta en un coro. Y vive la vida con la sabiduría de los clásicos: con sencillez y aprovechamiento. Está jubilada como enseñante pero no como ciudadana.

Hablando con ella de política -los votantes de a pie también lo hacen- me contaba sus planteamientos ideológicos. Sin adscripción política militante, tiene muy claro a quién no votará nunca. Su problema no es el de la indefinición. Lo es su disgusto comprobado por comportamientos de aquellos a los que una vez votó. Y por ende su dilema ante sucesivas convocatorias tras la decepción anterior. Demócrata convencida y con edad suficiente para valorar lo que es el derecho al voto, nunca se abstiene. Por eso la última vez buscó entre las papeletas alguna que, sin pertenecer a su ideología ni a la contraria, le sugiriera una buena causa, aun a sabiendas de que no lograrían acta de elegido alguna. Era "su pecado".

Demi sabe que tengo muchos y buenos amigos entre los políticos de distinto signo -me eduqué en Las Irlandesas y he sido progresista siempre-. Tal vez por eso me decía: "Dilo, Carmen, dilo a tus amigos que mandan en los partidos. Así no hay quien dé el voto". Lo decía con una cierta angustia que revelaba su preocupación ciudadana. Pues dicho queda: pongan a los mejores y sean austeros. Demi me admitía los argumentos de defensa de lo que era defendible. De lo impresentable, ni me lo admitía ni yo lo propugnaba.

Qué ciudadanos tan buenos tenemos. Qué buenos políticos hay. Y que prescindibles son algunos.

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