Decibelios

Ahora es la apoteosis, un momento de esplendor para los amantes del bafle loco y la pachanga castigadora

De la mercantilización verbenera de la Navidad ya se ha dicho todo, pero siempre cabe la objeción de conciencia -no pisar una tienda, salvo para las compras de subsistencia- y tampoco se trata de aguarles la fiesta a los comerciantes o a la gente que se echa a la calle como poseída por la fiebre del consumo. Lo que los cronistas de ambiente llaman animación suele ser sinónimo -o más bien eufemismo- de colas por todas partes, bares atestados donde los parroquianos miran con resentimiento a los clientes advenedizos y multitudes que impiden el paseo fluido, pero hay las deshoras o el recurso a las rutas alejadas de las vías donde se concentran los aficionados a las bolsas y las luces de colores. De lo que no se puede escapar, pues se trata de días especialmente propicios para las fantasías municipales, es del ruido.

Nos gusta hablar a voces y no seremos nosotros, medio sordos y favorecidos por la amistad de legendarios noctámbulos a los que se oye a varias cuadras de distancia -cállate ya, Umbral, cuenta Fernán Gómez que le dijeron al escritor cuando pontificaba en un velador de madrugada, desde un piso cercano cuyos habitantes no necesitaron asomarse al balcón para identificarlo-, quienes nos quejemos de las variadas formas que adopta la contaminación acústica en el país más ruidoso de Occidente. Somos tolerantes hasta el exceso y nos alegra que el personal disfrute aun si para ello, como parece obligado en esta tierra, eleva el volumen a extremos inhumanos. Lo que no sería de recibo, como vemos que ocurre con algunos oídos parcialmente hipersensibles, es que sólo nos molestaran las tamborradas ajenas.

Las procesiones regladas o extraordinarias, los esforzados ensayos de las bandas o los festivales al aire libre tienen un sentido que es lógico respetar -aunque a veces cuesta- dentro de un orden, pero hay fenómenos inexplicables como el hecho de que en las metas de las carreras populares u otros eventos más o menos deportivos monten altavoces atronadores donde a la música chunga le suceden los gritos lisérgicos del locutor de turno. Tenemos a diario a los automovilistas de claxon fácil, a los impasibles profesionales de la motosierra o a los enardecidos compañeros del metal, que pautan la vida urbana de un modo tan rutinario que su ausencia se nos haría rara. Pero ahora es la apoteosis, un momento de esplendor para los amantes del bafle loco y la pachanga castigadora. Sus decibelios nos acompañan mientras soñamos con dejar la calle del infierno para perdernos en cualquier pueblo de la montaña.

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